JESUCRISTO NUESTRO SUMO SACERDOTE (Heb 4:14-16)- 21/07/24
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Toca reanudar nuestra exposición secuencial del libro de Hebreos, esta vez en el capítulo 4, versículos 14 al 16. Leo esta palabra, toda inspirada, toda infalible, toda inerrante, que proviene nada más y nada menos que de la inspiración divina, y dice así: Hebreos 4:14-16. Por tanto, teniendo un gran Sumo Sacerdote que traspasó los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, retengamos nuestra profesión. Porque no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Acerquémonos, pues, confiadamente al Trono de la gracia para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro. Esta es la palabra del Señor, y el título del sermón de hoy es: Jesucristo, nuestro Sumo Sacerdote. Ese es el título: Jesucristo, nuestro Sumo Sacerdote. Y lo podemos dividir, o las enseñanzas que vamos a ver hoy son tres: la necesidad de nuestro Sumo Sacerdote, el triunfo de nuestro Sumo Sacerdote, y la compasión de nuestro Sumo Sacerdote. Nuestro Sumo Sacerdote es necesario, triunfante y compasivo.
En ese marco, mi hermano, vamos a ver primeramente la necesidad de nuestro Sumo Sacerdote. ¿Por qué realmente necesitamos un Sumo Sacerdote? Después de haber visto lo importante que es oír y atender la palabra de Dios, el autor es como que coloca un paño frío después de exhortaciones tan fuertes que hablan de desviarse y de abandonar el camino del Señor. Ahora volvemos a contemplar al Señor Jesucristo, esta vez en su ministerio sacerdotal. Hasta ahora hemos considerado la persona divina de Cristo y su ministerio como portavoz de Dios. En el capítulo 1 y en el capítulo 2 vimos su plena humanidad y cómo se identifica con nuestra condición mortal, y después, en el capítulo 13, vimos su perfecto cumplimiento de la función de líder y guía de su pueblo. Eso es lo que hemos visto: su superioridad a los ángeles como Mensajero de Dios, superior a Moisés como hijo fiel en la casa de Dios y a Josué, inclusive en la dirección del pueblo de Dios a su reposo. Eso es lo que hemos visto. Pero ahora, después de hacer esas contemplaciones, el autor te está trayendo una invitación, algo así como: «Creyente, te invito cordialmente a que contemplemos a Jesucristo como nuestro Sumo Sacerdote», inclusive superior a la figura de Aarón.
Hermano, aquí hay una cuestión: es como que estamos ya muy acostumbrados a ver a Jesucristo como aquel que nos habla de parte de Dios y que es la viva imagen de Dios mismo. Eso lo solemos escuchar, y es como que, de tanto que escuchamos, ya muchas veces no nos sorprende el escuchar que Jesús sea el Verbo. Estamos también muy acostumbrados a escucharlo como al Redentor que nos ha comprado al precio de su sangre, y gloria a Dios, Él nos compró por el precio de su sangre, o como el Señor encargado de la casa de Dios, el Rey de la nueva tierra. Ahora, ¿hasta qué punto estamos nosotros familiarizados con la figura de Jesús como nuestro Sumo Sacerdote? Es importante, es clave considerarlo como la figura de nuestro Sumo Sacerdote para poder tener una visión amplia y bíblica de la salvación. Mientras no entendamos nuestra necesidad no solamente de un Redentor, sino también de un sacerdote, de un mediador, entonces no está completo el panorama.
Entonces, ahora te digo: sabes que necesitas un Sumo Sacerdote. Recuerda lo que el autor nos dijo en la palabra de Dios. Dice que la palabra de Dios revela lo que somos, nos deja desnudos, y se ve con lupa y con linterna nuestro pecado. Porque cuanto más conocemos la palabra del Señor, más entendemos, más vemos nuestro pecado. Cuanto más vemos la perfección de nuestro Señor Jesucristo, más lamentamos nuestras faltas y sentimos nuestra debilidad, sentimos nuestro fracaso. Así, cuando sentimos que lo que hay adentro de nosotros está desnudo, aún como creyentes, alguno puede decir: «¡Híjole! ¿Qué esperanza puede haber para mí? ¿Qué puedo hacer? ¿Con qué cara me voy a levantar otra vez y seguir peregrinando en el desierto? Si fallaste ya a Egipto, ahora, pero en el desierto todavía hay desobediencia y culpa».
Aquí, en este peregrinaje en el desierto, es donde descubrimos que, además de un Moisés que te saque de Egipto y un Josué, necesitas un Aarón. Además de un Redentor, necesitas un sacerdote. Sabes por qué: cuando tienes sed, tienes mucha sed, ahí es cuando el agua es más dulce y más refrescante, y cuando tienes pecado, la esperanza de Cristo es más aliviante. Necesitamos saber que la sangre de Cristo, además de pagar nuestra redención inicial, nos limpia de todo pecado, y que por el sacrificio de la cruz, Dios es fiel y justo para perdonarnos todos los pecados en nuestro camino por este desierto. Qué vergüenza y qué miedo: Dios ve todos mis pecados y merezco su castigo. Mi hermano, necesitamos saber también que su sangre sigue siendo tan válida para cubrirnos y para santificarnos. Necesitamos saber que hay alguien que intercede por nosotros y nos sostiene en el camino. Y es la luz, mi hermano, ese desconcierto que ante el abandono de la fe de algunos que parecían bien firmes es a la luz de esas dudas que nos produce nuestra propia debilidad, nuestra caída, y ante el dedo acusatorio de la palabra, como el autor nos lleva a Jesucristo en su función de Sumo Sacerdote. Habla de Él como Sumo Sacerdote para no desmayar en este camino. No solamente necesitamos el aviso y la reprensión de los capítulos 3 y 4, sino que también lo que necesitamos es el aliento y la esperanza de mirar a nuestro Sumo Sacerdote.
Por un lado, necesitamos el ejemplo de Israel como ejemplo negativo de desobediencia y de apostasía, sí, para advertir la realidad y la severidad de ser negligentes en los deberes con el Señor, de la búsqueda de su palabra. Necesitamos ese ejemplo negativo, pero también necesitamos ese ejemplo positivo de nuestro Señor Jesucristo y descubrir que ahí está nuestra seguridad. Es por eso que el autor, después de haber fijado nuestra atención en Israel, ahora nos vuelve la mirada hacia la fidelidad de Jesús. Y sí, porque lo que más nos puede sostener es el hecho de que nuestro Sumo Sacerdote que traspasó los cielos, Él entró en el reino eterno y lo hizo después de toda clase de prueba en el desierto. Él ya pasó. Él, mi hermano, ¿sabes qué? Él compartió tu suerte: tuvo hambre, tuvo sed y sufrió. Y por eso, porque Él sufrió, te puedes presentar delante de Dios. Él se identificó contigo y porque te entiende en todo lo que pasas, es que te puede ayudar y te puede también socorrer con compasión y con comprensión.
Como dice el versículo 16: puede dar el oportuno socorro. Por eso, y para ser salvo, necesitamos no solamente un Redentor que nos saque de Egipto, sino también alguien que pueda impedir que nos quedemos tirados, que nos quedemos postrados ahí en el desierto. Un Sumo Sacerdote que tenga poder para socorrernos en todas las pruebas y que interceda por nosotros en esos fracasos, en esas caídas, en esas veces que nos dimos la talla. Nosotros necesitamos un Sumo Sacerdote que esté a la diestra del Padre orando: «¿Sabes qué, Padre? Te pido que la fe de Franco Benítez no falte. ¿Sabes qué, Padre amado? Yo ya pagué por estos pecados. Padre, te pido y te reclamo, Señor, el alma de este que se está por postrar en el desierto. Padre, ya fue comprado por precio». Ese es el valor eterno del Sumo Sacerdote, y en cuanto al reclamo, lo digo en el sentido de que la deuda ya fue pagada por el pecador. Y saben por qué: porque la paga fue con triunfo. Nuestro Sumo Sacerdote triunfó. Y ese es el segundo punto.
Esa es la segunda enseñanza: para poder confirmar el carácter de este Sumo Sacerdote triunfador. Y su triunfo es grande porque Él es grande. Es un gran Sumo Sacerdote. Es un sacerdote grande. Él es grande en comparación con los sumos sacerdotes del Antiguo Testamento. De hecho, dice en hebreo: Sumo Sacerdote es literalmente gran sacerdote. El autor usa dos palabras diferentes, pero que tienen el mismo significado para indicar que Jesús es un gran, gran sacerdote. Aarón era un gran sacerdote, pero en comparación con Jesús, pequeño. Pero Jesús no es solamente grande en comparación con los sacerdotes levíticos, también es grande. ¿Saben por qué? Porque traspasó los cielos. ¿Y qué quiere decir esto, que traspasó los cielos? Está hablando acá de la Ascensión de Cristo. Los discípulos vieron, como en Hechos 1, los discípulos vieron cómo, física y literalmente, iba subiendo hasta que una nube le ocultó de sus ojos. Y ahí puede surgir la pregunta de: «Bueno, ¿y a dónde fue a parar?» Los discípulos no le podían ver a causa de la nube, pero en realidad, no es la cuestión intentar encontrar a Jesús en algún lugar físico o geográfico. No, eso no tiene sentido, no es a lo que se refiere. Porque, ¿qué dice nuestro texto? Él traspasó los cielos. Él está por encima de toda esfera física, superior a toda galaxia, superior a todas las constelaciones, a los astros, superior a toda imaginación y superior a toda esfera espiritual, mucho más elevado de lo que nosotros podemos imaginar. Filipenses 2:9 dice que Dios lo exaltó hasta lo sumo, hasta lo más elevado. Hebreos 7:26 dice que ha sido hecho más sublime que los cielos, y aún Efesios 4:10 dice que Él ha subido por encima de todos los cielos para llenarlo todo. Mi hermano, Él está por encima de todo, por encima de todas las capas del mundo espiritual. Él es mayor que todos. Su nombre es más glorioso que cualquier otro nombre que se nombre tanto en este mundo como en el mundo celestial. Él traspasó todas las jerarquías celestiales, por encima de todos los ángeles, por encima de todos los arcángeles, de los principados, de las potestades, todo. Y Él está por encima, gobernando como Señor.
¡Qué sublime! ¡Qué sublime! También los sumos sacerdotes del Antiguo Testamento, a fin de presentar ante Dios la sangre de la víctima en el día de expiación, tenían que traspasar el velo que separaba el lugar santo del lugar santísimo. Allí había el Arca del Pacto, y encima del Arca, el asiento de Dios, el propiciatorio, símbolo de la presencia de Dios en medio de su pueblo. El Sumo Sacerdote antiguo traspasaba el velo a fin de entrar en la presencia de Dios. Pero lo que en el Antiguo Testamento era un acto simbólico, con Jesús viene a ser una realidad.
Él ha penetrado dentro de la mismísima presencia de Dios, el verdadero lugar santísimo, más allá de todos los cielos, más allá de todo lugar físico y material. Y saben qué, allí está en presencia de Dios como nuestro Sumo Sacerdote, orando por cada uno por los cuales Él derramó su sangre. ¡Qué gran Sumo Sacerdote! ¡Qué eficiente! ¡Qué garantía, verdad! Cuánta gracia y cuánta certeza de esperanza en esta frase: «Él ha traspasado los cielos». La Ascensión de Cristo, ¿saben qué es? Es evidencia de victoria, de vindicación, de glorificación. Es evidencia de que Dios ha aceptado la validez de la obra de su Hijo. Tremendo lo que los sacerdotes levíticos solo hacían en sentido figurado. ¿Saben qué? Jesús lo hizo una realidad. Y parece una información, quizás esa frase se puede entender como algo aislado, pero no es aislado porque es vivo, es eficaz y hace que realmente cada creyente también traspase el velo por la obra de Él y llegue a la presencia de Dios. Y todo esto por la Ascensión.
¿Qué es necesario ahora? Meditando en esto: ¿Qué es necesario este Sumo Sacerdote para pecadores como nosotros, para pecadores que no merecían, que no merecían jamás estar en la presencia de Dios, sino que merecían el juicio, merecían la muerte eterna, el desierto eterno? ¡Y qué compasivo! ¡Qué compasivo! Y esa es la tercera enseñanza: la compasión de nuestro Sumo Sacerdote. El versículo 15, 4:15: «Porque no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades.»
Claro, aquí está el texto corregido:
Se dice que hace centrar nuestra atención en la comprensión y compasión de nuestro Sacerdote. Es como si, en este versículo, el autor comentara para nosotros este nombre Jesús que hemos visto en el versículo 14, centrando nuestra atención en su humanidad. Los primeros lectores de Hebreos estaban bastante angustiados; tenían mucha oposición, estaban perseguidos, estaban en medio de peligros. Había demasiada presión para ellos. Ellos reconocieron, vieron o sintieron la amargura de ser rechazados por sus propios familiares y amistades a causa del Evangelio. La angustia de ser repudiados por su sinagoga, despreciados por el judaísmo, asediados por el cansancio después de haber soportado esa lucha durante años. Muchos de ellos estaban en esa situación. Algunos de los primeros lectores conocían la pobreza porque la persecución les causó la confiscación de sus bienes; les quitaron sus cosas. Conocieron la cárcel, estaban bajo amenaza de muerte. Cuánta aflicción.
Pero dice el autor: «El Sumo Sacerdote de ustedes ha pasado por este camino, por ese mismo camino. Él también ha sufrido la misma contradicción de pecadores al cruzar un valle de tribulaciones. Conoce de primera mano las pruebas del camino entre Egipto y la tierra prometida.» Él conoce lo mismo. Se puede decir lo mismo de nosotros. Nosotros reaccionamos a esto diciendo: «Excelente, muy bien, veo que Jesús conoció las mismas aflicciones que los primeros creyentes hebreos». Pero nosotros vivimos 2000 años después y tenemos otra clase de problemas: la ansiedad de la sociedad, problemas laborales, económicos, huelgas, falta de trabajo, conflictos familiares, la generación cada vez peor, LGTB, etc.
Algunos podrían decir: «No, pero yo soy viejo y Jesús murió joven. ¿Cómo puede haber conocido Jesús los problemas de la vejez? Él no sabe lo que es la osteoporosis, no sabe lo que es la presión alta», etc. Pero en cuanto a todas esas diferentes categorías de sufrimiento, si realmente somos honestos y meditamos, veremos que Jesús realmente conocía el pasar por una dura tribulación, porque Jesús fue atribulado. Él fue tentado; una cosa es la angustia causada por la enfermedad o el sufrimiento, y otra es la angustia de ver el sufrimiento de otra persona, de ver cómo las personas se apartan del Señor. Bueno, Jesús fue testigo de la enfermedad, fue testigo y fue azotado. Él sintió el dolor físico en su carne, en su cuerpo. Así que aquel que diga que Jesús no vino en carne no conoce al Padre. Él, mi hermano, se puede identificar con nosotros tranquilamente porque Él conoce y, además, Él es omnisciente. Él ve y percibe los pensamientos y los sentimientos de cada uno. Él sabe lo que sientes en tu dolor y en tu angustia. Por eso, Él puede compadecerte y comprenderte.
Ahora, se puede decir también que Jesús, inclusive lejos de ser menor, esas tentaciones por las que pasó, porque Él pasó en realidad, fue más tentado que nosotros. Fue más fuerte porque nunca hubo tanta fuerza satánica contra nadie como las que se levantaron contra nuestro Señor Jesucristo. Nunca hubo tal contradicción de pecadores como las que hubo contra Él. En todo caso, ninguno de nosotros tuvo que sufrir como Él hasta el extremo de poner nuestras vidas. Algunos pueden decir: «No, no podemos decir eso». Por lo menos los que estamos aquí presentes, porque estamos vivos, pues no morimos todavía. Pero Él sí, y murió por un número que no conocemos de pecadores, y derramó Su sangre por ellos. Así que no se llegó a ese extremo, y Él dio mucho más de lo que nosotros pudiéramos llegar a dar. «Padre, de ser posible, pasa de mí esta copa, pero no sea mi voluntad, sino la Tuya.» Él bebió la copa amarga de tu pecado y de mi pecado. Fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado. Y bueno, nuestro Sumo Sacerdote es necesario, triunfante y compasivo. Para nuestra suerte eterna, venció. Su sacrificio es completo, no es parcial, es completo. Es poderoso, y Su obra tiene el sello de la aprobación de Dios. Su ayuda también es eficaz porque cumple, porque tiene resultado en esta vida y en la otra. Además, Él es compasivo y nos entiende perfectamente. ¿Cómo no te va a entender? Él participó en la creación, porque todas las cosas en Él subsisten; todas las cosas fueron creadas por medio de Él y para Él. Él te conoce, Él lo sabe, hermano.
Bueno, y nosotros, a la luz de esta revelación de lo que es el Hijo de Dios y lo que Él hizo por nosotros, ¿cómo tenemos que responder? ¡Gloria a Dios! ¡Qué bendición! Él es mi Sumo Sacerdote, superior a Aarón, más grande que los cielos, más sublime que todo lo que existe. Me conoce, me comprende. ¡Gloria a Dios! ¿Qué tenemos que hacer? Nuestro texto dice: «Retengamos la profesión de fe.» Tenemos que retener la fe, esa preciosa fe que es producto del regalo divino, es decir, lo contrario a volver atrás. Tenemos que retener la fe y no volver atrás. Este era el gran peligro de la audiencia original: negar al Sumo Sacerdote que realmente era poderoso para salvarles con el fin de volver al sacerdocio del sistema aarónico. Ese era el peligro de ellos. En otras palabras, desviar su mirada de Jesús y volver atrás. Y el hecho de que Jesús ya haya traspasado los cielos tiene muchísimas implicaciones, algunas ya en la Biblia. Pero la realización física de un sacrificio se puede establecer por lo que se ve, pero no por su eficacia espiritual. Los primeros lectores estaban en peligro de volver a ese sistema levítico y así repudiar el sacrificio de aquel sacerdote que ahora no se veía, pero su autenticidad ya fue testificada por Dios mediante el ascenso.
En otras palabras, se puede resumir: ¡Qué locura! En otras palabras, ellos querían ver o querían volver a ese sacerdocio que ya no tenía potencia. ¿Por qué? Porque en Cristo estaba su pleno cumplimiento. Todas esas eran sombras y tipos que apuntaban al Mesías, y al Mesías ya lo tienen; a ese que traspasó los cielos y se compadece. Entonces, la conducta es retener la fe de aquel que salva. ¡Qué locura negarle! ¡Qué locura salir del abrigo de Su socorro! ¡Qué locura rechazarlo como mediador, como abogado, como intercesor y sacerdote ante el Padre! ¡Qué tonto! Retengamos, mi hermano, nuestra profesión. Retén tu fe, aférrate, no vaciles, porque tienes un Sumo Sacerdote que traspasó los cielos. Y tenemos, mi hermano, que acercarnos, acercarnos a Él. Como dice el versículo 16: «Acerquémonos, pues, confiadamente al Trono de la gracia para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro.» Gracia para el oportuno socorro.
El autor lo que está haciendo es exhortarnos a que, en medio de esas dudas que crecen en tu corazón, esos temores, esos desconciertos, esas debilidades, te acerques. Acércate bien, sabiendo que Su obra es eficaz y completa. Él ya completó Su obra, y Él, habiendo sido tentado en todo como nosotros, nos entiende perfectamente. El mejor remedio ante esa incertidumbre que nos puede hacer tambalear y perder la certeza de la salvación es poner la mirada en nuestro Señor Jesucristo, por la fe, entrar en Su presencia, tener comunión con Él. Y nuestro socorro. Tenemos que recordar que primariamente no está en la iglesia, en los hermanos, en los pastores, sino en Jesucristo, en nuestro Sacerdote, al menos en primer lugar. Tenemos que ir a Él, no en último lugar, porque ningún otro es poderoso para socorrerte como Él. Y mi hermano, este es un medio de gracia al que nos empuja la palabra del Señor: a la oración. La oración. Acércate ahí. Ahí está el socorro para ti. Descuidar la oración es algo así como condenarnos al fracaso, pues si no nos acercamos luego a Cristo, ¿qué gracia para el oportuno socorro es de esperar si no te acercas y no pides? Bueno, también es reconocible nuestra naturaleza pecadora, nuestra tendencia, el viejo hombre, el pecado remanente. ¿Cuántas veces pecamos delante de Su presencia? ¿Cuántas veces somos acusados por nuestra conciencia? Y uno dirá: «¿Cómo puedo acercarme? ¿Cómo puedo alzar la mirada si murmuré contra Él, me quejé, ya me estoy acordando de lo bien que andaba por Egipto? Hoy, luego ya no estoy andando como tengo que andar. No me convencen los líderes que tengo. Creía que iba a llegar a una bendición, que iban a haber tiempos mejores, pero de repente las aguas se volvieron amargas.» Alguno puede decir: «Tengo resentimiento, rebeldía en mi corazón, y la verdad no estoy bien. ¿Cómo puedo atreverme a acercarme en estas condiciones tan desastrosas?»
¿Cómo puedo atreverme? Si en mi corazón ya me incliné hacia el becerro, si hay otro Dios en mi vida, si Dios no es lo más importante para mí. ¿Cómo yo me puedo acercar? Qué vergüenza. ¿Cómo atreverme si me he dejado seducir por el pecado, si no resistí la presión ante Amalek y me acobardé y huí de la batalla, huí como un pálido y temblando? Pero, mi hermano, de eso se trata, de eso se trata. Si hay pecado en nuestra vida, entonces, con mayor urgencia, acércate a Él rápidamente. Él es tu única fuente de esperanza, tu único refugio. Si tu situación es que estás con problemas para poder acercarte libremente, entonces, ¿cómo no aprovechar ese apoyo que Dios te está garantizando, de un Sumo Sacerdote que traspasó los cielos y está a la diestra del Padre?
Si tienes pecado y estás luchando, y tienes miedo, y estás temblando, si estás sufriendo, si tienes dudas, hay una solución, y sabes dónde está: en la gracia y poder de nuestro Sumo Sacerdote. Hoy, mi hermano, ahora es el momento de recibir esa gracia tan abundante para ti, para tu vida, y poder acercarte, porque Él es nuestro Sumo Sacerdote. Jesús es nuestro Sacerdote, y ¿para qué necesitamos sacerdotes? Bueno, si no fuéramos pecadores, si nunca cayera en el camino, su sacerdocio realmente estaría de sobra. Pero sabes qué, mi hermano, ahora, hoy, es el momento. Acércate a Dios ahora mismo. En este momento, Dios te da la oportunidad de reconciliarte con Él, de tener comunión con Él, de tener paz con Él, porque eso es lo que Él compró para ti. En estos momentos hay un libre acceso a Aquel que un día va a venir como juez, y es correcto también contemplar eso como juez. Él juzga, castiga y reprende a su pueblo, pero ante todo, Él es nuestro Sacerdote. Y el solo hecho de serlo implica que, sin Su mediación, no vamos a estar en condiciones de poder entrar en la presencia de Dios. Pero por lo que Él hizo, sí podemos, podemos entrar. Mi hermano, repito, la condición es que somos pecadores ante esa ley; fracasamos, somos débiles. Hay una tendencia a caer, y ¿cómo no acercarnos si Él es precisamente lo que necesitamos para nuestra debilidad humana? Acércate confiadamente. Señor, yo sé que no estoy bien en esta área. Señor, yo sé también que Tú provees gracia para el oportuno socorro. Socórreme, Señor. Y me gusta esta palabra: socorro. Acerquémonos confiadamente, dice la Palabra, para hallar gracia para el oportuno socorro, porque es cierto, hay pruebas, hay aflicciones. Vemos nuestra debilidad; muchas veces no tenemos ánimo para seguir el camino. Hay momentos de desánimo, desesperación, o que preferiríamos tumbarnos allí en el desierto. “Me voy a tumbar aquí, voy a tirar la toalla y ya está.” Pero el pecador, si es que va a ese trono, es acepto en el Amado por la sangre de Cristo. Todos aquellos que creyeron en la obra de Cristo son salvos, son aceptos en el Amado y descubrieron esa misericordia garantizada en esta palabra.
Ahora, tenemos que dar un paso más. No solamente necesitamos la misericordia de la limpieza, también necesitamos la gracia del socorro. Y te pregunto a ti que buscas socorro, ¿dónde vamos a encontrar el socorro que necesitamos para perseverar? Por lo menos, ningún ser humano, no solo Jesús, te va a dar esa gracia necesaria. Solo Jesús. Nosotros nos acercamos y le decimos: “Señor, no tengo más fuerza para seguir el camino.” Eso es lo que tenía que decirles. Si realmente es así, no hay ningún otro creyente que me pueda dar esa fuerza, pero yo sé, yo sé que Tú me puedes fortalecer. No tengo agua para tomar, no encuentro comida en el desierto. Dámela, Señor, Tu agua y Tu comida. Da la ayuda que necesito en medio de esta montaña de lucha que estoy pasando y que tengo que soportar. Dame aquel socorro para la prueba en la que me encuentro. Nosotros necesitamos Su socorro, pero hay algo que tienes que hacer que yo no puedo hacer por ti, que es ir a Su presencia. Los hermanos podemos orar por ti, sí, pero nosotros no podemos hacer la oración que tú puedes hacer en secreto.
Y acá hay un requisito: tienes que pedir. Tienes que pedir. Mateo 7:7 dice: «Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá.» Desde el trono de la gracia, se nos dará todo lo que nos hace falta para seguir el camino, pero tenemos que pedir, porque todo aquel que pide, dice el versículo 8, recibe; y el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá. Si no nos acercamos al Sumo Sacerdote en oración ni le pedimos ayuda, ¿qué es lo que tanto vas a esperar? Pero si le pedimos, Él es poderoso para suplir todo lo que necesitamos para seguir en el camino de esa santidad que anhelamos hasta que Él venga. Y, hermano, qué bueno que Él conozca el camino. Él conoce bien el camino, porque Él pasó por ese valle. Sabe exactamente cuáles son los enemigos que tenemos que afrontar. Él sabe las distintas tentaciones del recorrido, pero, sobre todo, ¿sabes qué? Él sabe guardarnos sin caída hasta llegar a las puertas de la ciudad celestial. Y Su socorro, ese socorro que la Palabra te exhorta a pedir delante del trono de la gracia, ese socorro es eficaz, porque Dios es todopoderoso y también todo bondadoso y compasivo. Mi hermano, tenemos que quedarnos cerca de Él, aprovechar este recurso, orar y estar en comunión con Él, disfrutar de Su presencia. Tenemos que descansar en Él. Y, ¿sabes qué va a pasar? Él nos va a preservar hasta el final conforme a Su poder y nos va a permitir entrar en ese reposo, en esa tierra prometida. Pero hay que acercarse, hay que acercarse. Y una línea final, porque es posible, claro que es posible. En la fragilidad del predicador, en la falta de claridad, se puede perder información, pero nosotros tenemos la Palabra viva y eficaz, más cortante que espada de dos filos, que penetra hasta partir el alma. Y esta Palabra, mi hermano, dice: «Porque no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras debilidades, sino uno que fue tentado en todo según nuestra semejanza, pero sin pecado.» Y esta Palabra, que es infalible, dice: «Acerquémonos, pues, confiadamente al trono de la gracia para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro.» Mi hermano, hay un momento para acercarnos y hallar gracia para el oportuno socorro, y ese momento es ahora.