DERRIBANDO OBJECIONES CONTRA EL EVANGELIO (Rom 3:1-8) – 28/07/24

Transcripción automática:
Y mientras se van acomodando y poniendo cómodos, les ruego que abran conmigo sus Biblias en la Epístola de Pablo a los Romanos en el capítulo 3. Hoy vamos a continuar con esta enseñanza en serie que nos hemos propuesto ya desde hace un tiempo. Amén. Vamos a leer en esta mañana desde el verso 1 del capítulo 3 hasta el verso 8. Amén, ¿lo han encontrado? Bien, leemos entonces la Palabra del Señor que dice:

«¿Qué ventaja tiene, pues, el judío, o de qué aprovecha la circuncisión? Mucho en todas maneras. Primero, ciertamente que les ha sido confiada la Palabra de Dios. Pues, ¿qué si algunos de ellos han sido incrédulos? ¿Su incredulidad habrá hecho nula la fidelidad de Dios? De ninguna manera; más bien, sea Dios veraz y todo hombre mentiroso, como está escrito: para que seas justificado en tus palabras y venzas cuando fueres juzgado. Y si nuestra injusticia hace resaltar la justicia de Dios, ¿qué diremos? ¿Será injusto Dios que da castigo? (Hablo como hombre). De ninguna manera; de otro modo, ¿cómo juzgaría Dios al mundo? Pero si por mi mentira la verdad de Dios abundó para su gloria, ¿por qué aún soy juzgado como pecador? Y, ¿por qué no decir, como se nos calumnia, y como algunos cuya condenación es justa afirman que nosotros decimos: hagamos males para que vengan bienes?»

Bien, mis hermanos, el Apóstol sigue en su carta, esta carta que gira en torno a un tópico, a un tema principal, que es la doctrina Evangélica, o bien el Evangelio de Cristo con todas sus implicancias. En esta sección que nosotros ya arrancamos desde finales del capítulo 1 y hasta estos versículos que acabamos de leer, y de hecho, él se va a extender un poco más en el capítulo 3. Él está desarrollando lo que nosotros podemos denominar o llamar llamativamente la mala noticia.

¿Y por qué digo la mala noticia? Bueno, mis hermanos, porque el Evangelio de Cristo, la buena noticia, viene acompañada necesariamente de una mala, de hecho, muy mala noticia inicial. Porque, piensen, amigo, piensen, hermano, ¿qué sentido tiene ofrecerle un antídoto a quien no está envenenado? ¿Ofrecerle pan a aquel que está saciado? Ninguno, ¿verdad? De la misma manera, hermanos, si el hombre no estuviese en un enorme problema para con Dios por causa de su pecado, la venida de Cristo a esta tierra, su venida y obra no tendría ningún sentido. Uno le presentaría a Cristo como un Salvador, y la persona te respondería: «¿Pero Salvador de qué? Yo no necesito un Salvador, si para mí está todo bien, yo no estoy en ningún problema. Muchas gracias, pero yo paso». Eso es lo que ellos dirían. Por esta razón, este es el punto de partida del Evangelio: es tan mala noticia. Solamente entendiendo la mala noticia, el problema en el cual se encuentra el ser humano, Cristo se vuelve una solución para el hombre necesaria e imperante.

Es por eso que Pablo desarrolla esto y en este capítulo mismo él nos proporciona un resumen de lo que ha venido haciendo. Fijen su mirada en el verso 9 de este capítulo 3 que acabamos de leer. Pablo, desde la segunda parte del verso, hace una afirmación que es como un resumen de lo que él ya ha hecho. ¿Qué dice, pues? Ya hemos acusado a judíos y a gentiles que todos están bajo pecado. En primer lugar, lo que ha hecho Pablo a finales del capítulo 1 es dirigirse a los gentiles inmorales, aquellos que no creen en Dios y mucho menos en su ley, que viven de espaldas a Él, y les ha dicho: «Sobre ustedes está la ira de Dios». Y al terminar de acusarlos a ellos, cambió de dirección y se dirigió a los judíos moralistas y les dijo: «Ojo, ustedes tampoco están exentos del juicio divino. Todos sus privilegios, todos sus ritos, todas sus tradiciones no los eximen a ustedes de un Dios que juzga los corazones». O más precisamente, en palabras de Pablo, en el verso 16: «un Dios que juzga los secretos de los hombres». Ustedes no están exentos.

Lo cierto es, mis hermanos, y como bien dijimos en la enseñanza anterior, estos judíos, este segundo grupo a los que él estaba acusando, eran mucho más difíciles de acusar o de convencer. ¿Y por qué razón? ¿Por falta de evidencias o de argumentos? Por supuesto que no. El problema con esto era que estos hombres, estos judíos moralistas, se creían santos, inmaculados, no solamente merecedores, sino que dueños del cielo. Solamente ellos eran benditos, y los demás, los demás gentiles que no eran descendientes físicos de Abraham, eran seres inmundos que no tenían nada que ver con Dios. De hecho, que el castigo estaba preparado para ellos.

Lo cierto, mis hermanos, es que esta enseñanza que traía Pablo era diametralmente opuesta al pensamiento judío nacionalista y legalista. Ellos creían que el cielo era suyo, que a través de su obra, su rito, y por el simple hecho de descender físicamente de Abraham, ya merecían el cielo. El desacuerdo de esto con lo que Pablo planteaba era natural, y Pablo tenía bien en claro que estos, en su mente y en su pensamiento, rechazaban esta doctrina que él traía. ¿Y por qué tenía claro esta situación? Bueno, porque él mismo era judío, por un lado, y en segundo lugar, porque él trataba constantemente con los judíos. Es por eso que en estos versos del 1 al 8 que acabamos de leer, él se toma el tiempo en su carta de derribar algunas de las objeciones que los judíos utilizaban para rechazar la realidad de su condición y de su pecado y enemistad con Dios, o bien rechazar la doctrina evangélica que traía Pablo.

Y quiero que me presten atención, quiero hacer una aclaración. Aquí el problema no son los judíos, mis hermanos, no es un problema de raza el que se está planteando aquí, no estamos promoviendo el antisemitismo. El problema aquí es un pensamiento, no se ataca al judío por ser judío, sino a un pensamiento. ¿Y por qué se habla de los judíos? Bueno, porque en este contexto en particular se veía este pensamiento más claramente reflejado en los judíos, es por eso que él habla de los judíos. Está claro que el problema no son los judíos, porque, mis hermanos, Pablo era un judío. Pero escuchen, la enorme diferencia era que Pablo ya no pensaba como ellos, y esa es la diferencia, no un problema de raza sino un problema de pensamiento y del corazón del hombre.

Dicho esto, Pablo, para poder responder a estas objeciones, usa un método que toma la forma de diatriba. Y si alguno no sabe lo que es diatriba y dice, en términos más nuestros: «¿Con qué se come eso?». Bueno, mis hermanos, diatriba es un recurso literario, es una convención literaria muy conocida en el mundo antiguo usada por los filósofos. Estos, cuando daban sus enseñanzas, cuando planteaban un argumento, armaban una especie de conversación imaginaria con un oponente o con un alumno, con un aprendiz. Y mientras ellos enseñaban de esta manera, planteaban objeciones y respuestas para así ir aclarando el punto.

O sea, mis hermanos, en palabras nuestras, lo que Pablo va a hacer aquí de una forma muy didáctica y pedagógica es plantear una especie de diálogo con un opositor, con un antagonista imaginario. Ustedes, de hecho, cuando lean la carta, por momentos va a parecer que Pablo está dialogando con alguien. Eso nosotros ya lo pudimos ver en los primeros versos del capítulo 2, como Pablo pareciera ser que está dirigiendo directamente a alguien. De hecho, el comentarista James D., comentando estos versos, dice que aquel con quien Pablo imaginariamente está hablando es con él mismo, pero con su yo del pasado, con aquel Pablo que era llamado Saulo, que era un judío enemigo del cristianismo.

Así que, en esta charla imaginaria que ahora nosotros leímos y que vamos a estudiar, nosotros vemos que este oponente ficticio plantea cuatro objeciones a la enseñanza, a la doctrina evangélica que enseña Pablo. Y esa es, mis hermanos, la estructura de la enseñanza de esta mañana: cuatro objeciones o cuatro argumentos contra el Evangelio. Dicho esto, vamos entonces a la primera objeción. Y es necesario, mírenme a mí, ya vamos a leer la Biblia, de hecho, es la Biblia lo que se enseña, no mis palabras. Pero quiero que entendamos la pregunta porque necesariamente primero tenemos que hablar del contexto para poder entender la pregunta. Porque esta pregunta es una consecuencia de lo que Pablo viene enseñando en el contexto textual, lo que nosotros ya hemos enseñado en los versículos anteriores.

Pablo acaba de despojar a los judíos moralistas de todos sus privilegios en los cuales ellos se refugiaban: la ley, el ser el pueblo de Dios, el pacto, incluso la circuncisión. Pablo los ha despojado de todo eso en lo cual ellos se refugiaban y confiaban. Porque, por un lado, Dios había

sido realmente, mis hermanos, en extremo benevolente con la nación de Israel. Abran su Biblia conmigo en Deuteronomio 7:7. Ellos estaban colmados de privilegios y de bendiciones del Señor: «No por ser vosotros más que todos los pueblos os ha querido Jehová, os ha escogido, pues vosotros erais el más insignificante de todos los pueblos, sino por cuanto Jehová os amó». Dios, de pura gracia, los escogió, y en su amor soberano, Él los colmó de bendiciones y de privilegios. Estos privilegios nosotros podemos ver mencionados por el mismo Pablo en Romanos 9. Vayan conmigo a Romanos 9:4, cuando Pablo cita estos privilegios y dice: «De los israelitas, del pueblo de Israel, son la adopción, la gloria» (verso 4 del capítulo 9), «son la adopción, la gloria, el pacto, la promulgación de la ley, el culto y las promesas, de quienes son los patriarcas y de los cuales, según la carne, vino Cristo, el cual es Dios sobre todas las cosas, bendito por los siglos. Amén».

Lo cierto es que esta enorme lista de beneficios y de privilegios, Pablo les ha dicho que para ellos en cierta forma no le sirve de nada. El llevar el título honorífico de judío, el ser parte del pueblo y estar en el pacto con Dios, el tener la ley, el conocer su voluntad, incluso el llevar una marca, una señal en la carne como la circuncisión, de identificarse con el pacto, no los libraba a ellos del castigo divino. Sino que, por el contrario, el tener todos estos privilegios, mis hermanos, los ponía a ellos en una posición de responsabilidad muy grande. Ellos estaban también expuestos al castigo si no utilizaban estos privilegios de la forma correcta. Como bien les dice en el verso 5 del capítulo 2: «Si ustedes no le dan el sentido y el uso correcto, en realidad todos estos privilegios los condenan a ustedes». Porque él les dice: «Ustedes atesoran ira para el día de la ira». En otras palabras, ustedes teniendo todos esos privilegios, si no les dan el sentido y el uso correcto, lo que están haciendo es cargar condenación a su cuenta, porque tienen todo y lo desprecian, y no lo utilizan ni le dan el sentido que deben tener.

Y la pregunta que surge de esta enseñanza que hace Pablo, y que no solamente les surgió a esos judíos o al mismo Pablo en su momento cuando comenzó a darse cuenta que los privilegios por sí mismos no salvaban, o que incluso les pudo pasar a ustedes mientras enseñábamos el domingo antepasado: «Entonces, ¿para qué Dios nos da todos estos privilegios si al final no sirven de nada? ¿Para qué sirve la ley, la circuncisión, todo lo que el Señor dio, si al final nosotros no tenemos ninguna diferencia con los gentiles? A ver, Señor, nos diste un montón de privilegios, nos colmaste de bendiciones, pero que en definitiva no sirven de nada. Al final estamos iguales que los gentiles inmorales, expuestos al juicio, al castigo divino». Esa es la primera pregunta de esta mañana.

Fijen su mirada en el verso 1 del capítulo 3 de Romanos. ¿Qué ventaja tiene, pues, el judío? ¿De qué aprovecha la circuncisión? ¿Para qué sirven todos estos privilegios? La traducción de la Nueva Versión Internacional dice: «Entonces, ¿qué se gana con ser judío? ¿Qué valor tiene la circuncisión?» Y si te llegaste a preguntar eso, mi hermano, en el sermón pasado, o si no te lo preguntaste pero estás aquí, te parece que la pregunta tiene mucho sentido y te gustaría saber la respuesta. Pablo responde en el verso 2: «¿Para qué sirve todo esto? Mucho en todas maneras. Primero, ciertamente les ha sido confiada la palabra del Señor.» Él comienza su respuesta diciendo «mucho en todas maneras». Bien, como dice la Nueva Versión Internacional: «mucho desde cualquier punto de vista». Pablo, muy lejos de retroceder de su enseñanza y desdecirse, en lugar de decir «no, la verdad que parece lógico lo que están diciendo, me equivoqué, creo que voy a cambiar, voy a tratar de arreglar mi enseñanza», Pablo no se desdice. De hecho, al contestar, reafirma todo lo que ha enseñado y pasa a responder, y en su respuesta dice «primero». Y pareciera ser que él va a hacer una larga lista de cosas; cuando uno dice «primero», mayormente es porque vienen otros puntos detrás: segundo, tercero, cuarto. Pero llamativamente, él solamente nombra una sola cosa, y hay algunos que unen esta lista que él dice «primero» con el verso 4 del capítulo 9 que nosotros acabamos de leer, donde él nombra los otros privilegios. Pero lo cierto es que aquí él solamente nombra uno y no va más allá. Pero Pablo no estaba equivocado, esto era intencional. ¿Y por qué era intencional? Porque él le estaba dando un lugar primordial a las Escrituras. ¿Y por qué le estaba dando un lugar primordial por encima de todo lo otro a las Escrituras? Porque en las Escrituras, mis hermanos, están contenidos todos los oráculos sagrados, todos los privilegios y bendiciones que Dios le había confiado a ella. Ella es nada más y nada menos que la voluntad de Dios revelada, y ningún otro pueblo, ninguna otra nación en la tierra tenía este enorme privilegio, esta información tan alta e inestimable en valor. Díganme si esto no es un privilegio: el omnisciente Dios, aquel que sabe todas las cosas, dando su consejo, revelando su gloriosa e infinita sabiduría a criaturas limitadas. Díganme ustedes si eso no es un privilegio. Ellos tenían nada más y nada menos que el consejo de aquel Dios que sabe todas las cosas en sus manos, y ese es de por sí un enorme privilegio que ni siquiera se debiera dudar de eso.

Pero, mis hermanos, a pesar de tener ellos este enorme privilegio de tener las Escrituras, y aquí está siempre este «pero» tan oportuno y determinante: la palabra de Dios, así como los colocaba en un privilegio en cuanto a las demás naciones que no la tenían, también los depositaba a ellos bajo una enorme responsabilidad. Ellos creían que el simple hecho de tener la Ley, de tener las Escrituras, ya los beneficiaba, como si fuesen las tablas o si fuese el libro una especie de objeto mágico. Y el valor de las Escrituras no reside, mis hermanos, en su aspecto físico, en sus características físicas, sino en lo que ella dice, en su mensaje, en lo que ella enseña y manda a los hombres. Es como mi Biblia que tengo aquí en esta mañana; poder acceder a ella para mí es un enorme privilegio, sin duda alguna. Salomón llega a decir, cuando finaliza su libro de Eclesiastés, él dice que aquí en este libro nosotros encontramos nada más y nada menos que el todo del hombre, lo más importante para el hombre. Pero lo cierto es que así como yo tengo este privilegio, si yo no atiendo a las palabras que hay en este libro, ellas pierden valor para mí, pierden totalmente su valor. Y en lugar de bendecirme a mí, me maldicen. ¿Por qué? Porque yo, teniendo esto, me hago aún más culpable. Y ¿saben por qué? Por tener la palabra del Señor a mi alcance y por no hacer caso, por menospreciarla y no atenderla como bien dice el mismo Cristo: «al que más se le da, más se le va a pedir». Y sí, mi hermano, si usted tiene acceso a una Biblia, tú que estás en esta mañana, que asistes por años, incluso hay algunos que tienen varias Biblias y tú puedes acceder a una Biblia, ya sea en formato digital o físico, pero la tienes ahí empolvada, sin uso, nueva, intacta, 0 km. Así como tú eres bendecido por tenerla, estás bajo una enorme responsabilidad. Y si tú la tienes ahí y no le prestas atención, si está ahí guardada, empolvada como un libro más, como un adorno más sobre una repisa, quiero decirte dos cosas, mis hermanos, aunque parezca antipática, pero es mi obligación. Es necesario que si tú tienes de esa forma la Biblia, tú autoevalúes tu fe y tu pensamiento respecto a las Escrituras.

Yo te pregunto, y hazte esa pregunta: ¿es realmente para ti la Biblia la palabra de Dios? Escucha, ¿es para ti la palabra de Dios? O sea, la palabra más alta, el consejo más alto, la sabiduría más inigualable, la filosofía incomparable. ¿Es eso para ti, las Escrituras, la Biblia? Yo espero que sí, porque si tú no atiendes a esas palabras, en segundo lugar, quiero decirte que hay otra cosa que afirma este libro: que Dios tarde o temprano llamará a cada uno a dar cuenta, y sí, también a los cristianos, por cómo administraron sus bondades, absolutamente a todos. ¿Es para ti la palabra del Señor? No uses, mi hermano, la Biblia como un objeto mágico. Hay quienes no leen las Escrituras, pero la ponen debajo de su almohada para no tener pesadillas. No uses de esa manera las Escrituras. Las Escrituras no están para ponerlas detrás del volante en el tablero del auto, para ser guardado en la ruta. Este no es un objeto mágico con el que ustedes pueden lanzar conjuros. Ese no es el tipo de protección que puede darte este libro. La protección real y verdadera que te ofrecen las Escrituras es si tú te acercas a ella en humildad y en fe, sometiéndote al evangelio, reconociendo tus pecados, aceptando todo lo que Dios dice a través de su palabra. Siéndote de aquella que es llamada el escudo de la fe. Ese es el tipo de protección que te puede dar. Santiago dice en su Epístola, en el verso 7 del capítulo 4: «Someteos, pues, a Dios, someteos a su palabra, abrácense a ella y resistan al diablo, y él huirá de vosotros». Ese es el tipo de protección que pueden darte las Escrituras, solamente accediendo a ella en fe y obediencia.

Y continuando con nuestra enseñanza, alguno podía a esta altura decir: «Bueno, Gabriel, vos lo que me estás diciendo es que al final de cuentas la cosa depende de mí, de los seres humanos. ¿Por qué? Bueno, vos estás diciendo que la incredulidad y la desobediencia de los judíos anuló las promesas del pacto de Dios, porque todo lo que el Señor les dio, las promesas, la circuncisión, la Ley, quedan sin valor por un corazón incrédulo o, como Pablo bien dice en el capítulo 2, por un corazón incircunciso. Al final de cuentas, la fidelidad de Dios, Pablo, ¿depende de los hombres?» Le parece lógica la pregunta, y fíjense, de hecho, esa es la pregunta, la segunda pregunta de la enseñanza de esta mañana. En el verso 3 de Romanos, en el verso 3 de Romanos 3, Pablo dice: «Pues, ¿qué si alguno de ellos han sido incrédulos? Su incredulidad, ¿habrá hecho nula la fidelidad de Dios?» Y Pablo responde, y comienza de una manera tajante y rotunda: «De ninguna manera, no. Ni se te ocurra decir o pensar siquiera semejante disparate.»

La Nueva Versión Internacional dice: «Por supuesto que no, ni lo menciones.» Y pasa a responder, luego de negar tajantemente esto, dice: «Antes bien, sea Dios veraz, y todo hombre mentiroso». Mis hermanos y amigos que están en esta mañana, nunca debemos dudar, no se puede poner en duda lo que es una verdad inmutable e inalterable: Dios es veraz, sus palabras son fieles, y no dependen de nada ni de nadie para llevarlo adelante. ¿Por qué? Porque Dios, por un lado, es todopoderoso. Nadie puede decirle «no, no hagas esto» o «no vas a hacer eso». Y en segundo lugar, él es inmutable, no va a cambiar de parecer. No es que él hoy te dijo «te voy a salvar» y mañana dice «ah, pucha, me arrepiento, creo que voy a cambiar de parecer». No, sus palabras son seguras y son fieles. Él es veraz. El salmista, en el Salmo 135:6, dice: «Todo lo que quiso Jehová, lo hizo.»

Salmo 135:6 dice: “Todo lo que quiso Jehová ha hecho en los cielos y en la tierra, en los mares y en todos los abismos.” El SEÑOR no depende de nadie, y mucho menos de los hombres, que son engañosos y mentirosos por naturaleza. Esta cualidad tan extraordinaria de la divinidad, lejos de ser anulada por la injusticia de los hombres, es más bien resaltada. Porque, en contraste con la injusticia y maldad de los hombres, Dios sigue siendo justo, fiel y santo. Y entonces, lo que hacen la maldad e injusticia de los hombres es resaltar aún más Su gloriosa justicia, bondad y perfección.

Pablo continúa y dice, y cita, perdón, el Salmo 51:4 en las palabras de David: “Para que seas justificado en tus palabras y seas tenido por puro en tu juicio.” Yo uso mucho la versión Nueva Versión Internacional porque, si bien a veces no estoy de acuerdo con mucho, a veces usa un lenguaje que es mucho más entendible. Y escuchen cómo ella traduce esta parte del verso: “Tu sentencia es justa, lo que Dios dice es justo, lo que determina y tu juicio es irreprochable.” Eso es lo que está diciendo el verso. En este Salmo, David estaba reconociendo el enorme pecado que había cometido, estaba reconociendo su pecado y su maldad, y en contraste estaba resaltando la justicia de Dios, independientemente de su pecado.

Presten atención. Comentando esto, John Murray dice que lo que Pablo intenta al aplicar las palabras del Salmo 51 es hacer el siguiente paralelismo: que si el pecado, es decir, la maldad de David, no anulaba la justicia de Dios, sino que la resaltaba, tampoco la incredulidad de los judíos, la incredulidad y el engaño de los hombres pueden anular la fidelidad y la veracidad de Dios. O sea, mis hermanos, como ya dijimos, de ninguna forma la maldad de los hombres afecta alguna, ni siquiera una de las perfecciones de la divinidad. Dios será fiel a Sus promesas en Cristo. Por un lado, para con los creyentes, nadie va a impedir eso. Ni el cristiano con su carne, que es enemiga, ni el mundo, ni el propio Satanás con todas sus huestes va a poder frenar lo que Cristo le prometió a Sus escogidos en Cristo. Para todos aquellos que se arrepintieron y abrazaron a Cristo como su Salvador, ellos están seguros en Cristo. Dios lo prometió y Dios lo va a cumplir. Amén.

Por otro lado, Dios también será fiel a Sus palabras, condenando a los incrédulos que han rechazado a Su Hijo, al único que podía conseguirles el perdón de todos sus pecados y la vida eterna. Dios será fiel a Su palabra, ya sea salvando a los creyentes o condenando a los incrédulos. Podemos decir de una forma más poética, mis hermanos, que la luz de la fidelidad de Dios brilla aún más, de una forma más potente, en la oscuridad de las injusticias de los hombres. Como bien Pablo le dice a Timoteo: “Aunque nosotros seamos infieles, Él permanece fiel. Él no depende de nadie más. Él cumple con Sus palabras.” Por eso, mi hermano, aunque a veces la vida te golpee, aunque vengan terribles enfermedades y terribles problemas, aunque el mundo se burle de ti, escucha: las promesas de Cristo están seguras y, tarde o temprano, tú irás a los cielos a sentarte a la diestra del Padre con Cristo y reinarás con Él eternamente en gloria y en gozo inefable que no tiene comparación. ¿No es motivo ese, mis hermanos, para darle gloria al SEÑOR en esta mañana? Aunque fuésemos infieles, Él permanece fiel. Él salva a los fieles creyentes y Él condena a los fieles no creyentes. Eso es firme porque Él lo estableció. En Isaías 46:10, Él dice de una forma que para nosotros los creyentes escuchamos este verso, lo leemos y decimos: “¡Wow, gloria al SEÑOR!” Pero cuando lo escuchan los incrédulos, rechinan los dientes y les da bronca. Esto no puede ser. Él dice en Isaías 46:10: “Mi consejo permanecerá, y haré todo lo que quiero.” Ese es nuestro Dios: “Haré todo lo que quiero.”

Y es aquí, mis hermanos, donde surge la tercera objeción de esta mañana. Si la injusticia de los hombres resalta entonces la justicia de Dios, le dan relieve, lo glorifican en cierta manera, lo resaltan. ¿Por qué, entonces, Dios nos castiga si, en cierta medida, el hombre está sirviendo para que Él se vea más glorioso y extraordinario? O sea, yo peco y Él se ve más hermoso cuando perdona. Cuando me castiga, Su justicia es demasiado grande, y Su amor también, si me perdona en Cristo. Si en cierta medida yo, con mi pecado, estoy sirviendo, ¿por qué me va a castigar Dios si te estoy haciendo un bien, indirectamente, pero te estoy haciendo un bien? Y es esa, yo sé que parece descabellado, pero es esa la tercera objeción.

Fíjense en el versículo 5 del capítulo 3 de Romanos: “Y si nuestra injusticia hace resaltar la justicia de Dios, ¿qué diremos? ¿Será injusto Dios que da castigo?” Hablo como hombre. Es notable que Pablo, y me pasó a mí ahora cuando lo dije, no me pasó cuando lo estudié, pero me pasó ahora cuando lo dije frente a usted, como que hasta da vergüenza la pregunta. Y es notable que Pablo termina el verso y es como que se excusa porque la pregunta es bastante vergonzosa, por lo menos para un cristiano. Él termina rápido el verso y dice: “Hablo como hombre, hablo en términos humanos. Tómenlo por ese lado.” Es como que él está avergonzado de plantear tal interrogante y pasa a responder. ¿Qué dice él en el verso 6? Responde de su manera, de su negativa favorita, de la forma rotunda favorita: “¡De ninguna manera! Si no, ¿cómo juzgaría Dios al mundo?”

Luego de negar categóricamente, “en ninguna manera”, Pablo hace una pregunta retórica que está conectada con la misma objeción que nosotros plantearíamos. Sería algo más o menos así: Si Dios es injusto cuando juzga a los hombres que, en realidad, en su justicia, le ayudan a Él, ¿cómo Él juzgaría al mundo? Porque Él es el Juez del mundo. Él da por sentado algo, mi hermano. Él toma como un axioma, como una verdad que no se puede poner en discusión, como una verdad que está ahí, que los judíos ni siquiera iban a poner en discusión: que Dios es el Juez de las naciones. Él toma eso como su punto de partida. Ustedes saben que Dios es el Juez, pero si Él es injusto, ¿cómo se va a poner como Juez de las naciones? Esto es una verdad que ustedes conocen. ¿Por qué? Porque el mismo Abraham, su padre, había dicho en Génesis 18:25: “¿El Juez de toda la Tierra no ha de hacer lo que es justo?” Él se basa en eso. Y lo que Pablo está queriendo hacer es dejar en claro lo absurdo de esta pregunta. Es como si les dijese: Si Dios es injusto por condenarlos, Él no puede ser el Juez de las naciones. O sea, en todo caso, judío, si Él es injusto, lo que ustedes tienen que hacer, ya que son tan capaces en términos nuestros, es buscar a alguien que ocupe su trono como Juez para que se siente ahí alguien que sí es justo. Porque si Dios es injusto, no se puede sentar a juzgar a las demás naciones. Haría un desastre. Eso es lo que Pablo está diciendo, para que ellos entiendan que lo que están planteando no solamente es absurdo, sino que es hasta blasfemo. Lo que están planteando es que el hombre haga resaltar la justicia de Dios con su injusticia. Eso no excusa al hombre de su injusticia o de su culpabilidad.

Quiero hacer un ejemplo de la siguiente manera para que ustedes puedan entender lo que Pablo está aquí planteando. Ellos no podían excusar diciendo: “Señor, nosotros pecamos, pero pecamos para tu gloria.” No es así. Eso es un disparate, hermano. Yo no estoy enseñando eso, ni Pablo estaba enseñando eso. Eso solamente puede caer en la mente de alguien que está completamente entregado a Satanás. Eso no es verdad. Pero para que entendamos lo que Pablo está queriendo decir, supongamos que hay una pareja, y no me tomen como machista; voy a dar este ejemplo porque fue el que se me ocurrió, pero pueden tomarlo al revés. Supongamos que hay una pareja y, en la pareja, el hombre es un tipo sumamente manso, tranquilo, admirable, y la mujer, por su lado, es un poco conflictiva, una especie de pólvora. Es una mujer que podría andar con un cartel que diga “inflamable” o algo más o menos así. Imagínense eso. Ahora, en esta pareja pasa algo. La mujer, con su actitud, que no es buena, hace resaltar la cualidad de su esposo, que es manso y pacifista. De hecho, la gente, cuando los ve juntos, lo ve andando por ahí y dice: “¡Qué paciencia tiene este hombre! ¡Qué tremendo!”

Ahora bien, escuchen el paralelo. Si bien la mujer, con su actitud, hace resaltar la cualidad del varón de pacífico, de un hombre tranquilo, yo no creo que su marido esté muy agradecido con ella y le diga: “Mi amor, gracias por tu maltrato. Me haces quedar bien delante de la gente.” Yo no creo que eso le parezca lógico a nadie. Yo no creo que ninguno le diga eso a su esposa. Si eso se diese de esta manera, aunque ella haga resaltar su cualidad, él no estará agradecido, ni es bueno lo que ella está haciendo. De la misma forma, Dios no va a estar agradecido al pecador por el hecho de que su pecado haga resaltar su justicia cuando Él juzgue a todos los hombres. No lo va a hacer. Pareciera ser que Dios, según ellos, les diría al hombre: “La verdad que pecaste, hiciste mal, pero has hecho bien, me hiciste quedar bien. No te voy a castigar, te voy a perdonar porque, al final, fui glorificado, al final fui admirado, fui reverenciado gracias a tu pecado.” Eso es absurdo, no tiene ningún sentido la pregunta.

Pero no era algo que Pablo se estaba inventando, sino que era algo que evidentemente surgía cada vez que él enseñaba este evangelio. Eran cuestionamientos comunes de los judíos. Porque fíjense en el verso 7 de este capítulo 3 de Romanos. Pablo sigue y, en el verso 7, que está conectado a esta pregunta que acabamos de hacer, dice: “Pero si por mi mentira la verdad de Dios abundó para su gloria, ¿por qué aún soy juzgado como pecador?” Dice este judío imaginario: “Dios, yo obro mal, pero según lo que enseñas, no lo digo yo, pero voy a tomarme de ello, esto resulta para tu gloria. Estoy obrando mal, pero para ti está bien. Pablo, según entiendo, es eso lo que voy a enseñar.” Y fíjense lo que dice el verso 8: “Y por qué no decir, como se nos calumnia, y como algunos, cuya condenación es justa, afirman que nosotros decimos: ‘Hagamos males para que vengan bienes’.” La enseñanza de Pablo era que todos los judíos, como también los gentiles, estaban bajo pecado, expuestos al juicio divino. Pero, y no terminaba ahí la enseñanza de Pablo, pero ese Dios, por pura gracia—y préstenme mucha atención—todos los seres humanos son pecadores, y eso es lo que enseñaba Pablo, judíos y gentiles. Pero no terminaba ahí. Esa era la mala noticia, y ahí viene la buena: pero ese Dios, por pura gracia, proveyó una salida a través de la obra redentora de su Hijo. Ya que en Él, en Cristo, se ofrece absolución y justicia a todos los que crean en Él. Y sí, y nada más, a los que creyeran en Él. Pablo va a decir después, sin las obras de la ley, como bien dice en el verso 17 del capítulo 1: “El justo por la fe vivirá.” Simplemente eso, confiar y abrazar a Cristo. Pablo dice que el justo por la fe vivirá, que no hay que hacer nada para ser salvo, para alcanzar la vida eterna. Eso es imposible.

Pablo entonces, si el evangelio es por gracia, Dios no lo regala a través de Cristo simplemente por creer, ¿yo ya puedo irme al cielo? Entonces vamos a pecar allá. ¿No le parece conocida esa objeción? Si el evangelio es por gracia, entonces vamos a pecar y es increíble lo llamativo de esto, porque es eso lo que Pablo dice que a ellos se les calumnia y se dice del evangelio que ellos presentan, a la doctrina que Pablo enseña. Ellos decían: “Ah, entonces lo que voy a enseñar es: ‘Hagamos males para que vengan bienes’. Seamos pecadores allá, si total, Dios es fiel, viva la gracia. Eso es lo que estás enseñando.” Por supuesto que no. Pablo había hablado, mis hermanos, de que este evangelio era un poder de Dios que transformaba. No era un poder de Dios que simplemente perdonaba los pecados y dejaba a los seres humanos en su pecado, revolcándose, sino que era un poder de Dios que perdonaba los pecados, levantaba a los hombres del pecado, que los sacaba de esa esclavitud, y que ahora, en amor, ellos obedecerían su ley y le servirían. Ese es el evangelio que presenta Pablo.

Yo no estoy enseñando en esta mañana antinomianismo y libertinaje. Que aquel que cree ya no debe hacer nada. De hecho, para salvación es así. Sin duda alguna, aquel que cree será salvo, así como el pecador de la cruz que se fue con sus manos vacías, sin ninguna obra, pero se fue revestido de la justicia de Cristo a la eternidad y fue salvo. Así también, los creyentes que no mueren luego de creer deben, en su vida, demostrar que realmente el poder del evangelio operó en ellos y los libró del pecado, que hay un cambio real que el evangelio produjo en ellos. Las obras entonces no son el motivo por el cual el creyente es salvo, sino que son las consecuencias de la salvación que Dios le ha dado por medio de la fe en Cristo. Y lo llama así. Esta última objeción, que es casi una burla: “Entonces Pablo, hagamos lo que se nos antoje, hagamos males para que vengan bienes,” a esta objeción ya el apóstol Pablo ni siquiera se toma el trabajo de responder. Él simplemente añade: “Cuya condenación es justa.” Cuya condenación es justa.

Judío, deja de dar vueltas. Paraguayo, argentino, brasileño, quien quiera que seas, tú que rechazas el evangelio, que pones un sinnúmero de objeciones y preguntas a la verdad de Cristo, deja de dar vueltas. Tus preguntas no son sinceras.

A ti no te interesa la verdad. No hay un deseo genuino de conocer si esto es verdad o no. Tú lo que quieres es escapar. Tú lo que quieres es quitar del lado la verdad, aquella realidad que te presenta la palabra de Dios, de que tú estás en el banquillo de los acusados bajo la ira de un Dios justo, que si no te arrepientes, tarde o temprano te va a destruir. Y que en su palabra afirma que está todos los días airado contra los impíos. Esa es la verdad que dicen las Escrituras. Si tú no te arrepientes, tarde o temprano vendrás a presentarte delante del Juez justo, aquel que dice que Él no dará por inocente a los culpables.

Deja de dar vueltas, judío. Deja de dar vueltas, encarnaceno, posadeño, quien quiera que seas. Tú no te das cuenta de que estás en un terrible problema. Escucha, mi amigo, mi amiga, que viniste esta mañana y que estás escuchando. Dios, en su palabra, te advierte. Pablo, en este mismo capítulo de Romanos 3, en el verso 23, afirma: “Por cuanto todos pecaron, están destituidos de la gloria de Dios.” O sea, los seres humanos son todos pecadores y eso les priva de Dios. Porque, claro, un Dios que es infinitamente santo no puede tener relación con los pecadores. El gran problema del hombre es este: que Dios es justo y el hombre no lo es. Y lo peor aún es que, tarde o temprano, el Señor estableció un día inalterable, que nadie lo va a cambiar, un día inalterable en el cual Él llamará a cada uno a dar cuenta por sus obras. Y mientras oyes esto, amigo que estás aquí esta mañana, o que después van a escuchar a través de los audios de las redes sociales, si tú estás escuchando esto, quien quiera que seas tú, y te cruzas de brazos y dices: “Bueno, ya veremos si eso es verdad o no. Prefiero comprobarlo. Tengo mucho para vivir.” Si tú quieres hacer eso, puedes hacerlo. Puedes esperar aquel día y comprobarlo. Puedes llegar a aquel día cargando con tus obras, a rendirle cuenta a Dios. Pero recuerda que aquel Dios que va a juzgarte no va a juzgarte como tu abuelita, como tu vecino, y no dirá: “Demasiado bueno con eso.” El Dios que va a juzgarte, dice su palabra, que es un Dios que conoce hasta las intenciones de los corazones. Eso es lo que será pesado aquel día. No solamente lo que hiciste, sino también lo que pensaste, deseaste en tu corazón y en tu mente. Todo eso estará presente aquel día y los libros serán abiertos.

¿En serio quieres llegar a aquel día con tus obras sin poder solucionar en esta vida? En tanto que se dice hoy, hoy hay solución para ti. Hoy tú puedes conseguir el mejor de los abogados, que es Cristo Jesús. Porque, por otro lado, si tú quieres hacer otra cosa, lo que puedes hacer es inclinar tu cabeza en reconocimiento, reconociendo tus pecados, que ante su ley eres pecador, que tienes una inmensa necesidad de alguien que perdone tus pecados y que te salve. Y si tú, en esa condición de reconocimiento, abrazas a Cristo y su obra, tú puedes, a través de Él, conseguir el perdón de todos tus pecados. Hazlo, amigo. Y aquel día te presentarás ante el tribunal cósmico, no en tu propia justicia, sino revestido de la justicia de Cristo. Y no habrá castigo en tu contra. ¿Saben por qué? Porque el acta de los decretos que te era contraria, Cristo ya la clavó en la cruz del Calvario. Eso es lo que le dice Pablo a los colosenses en el capítulo 2, verso 14: “Lo que Cristo hizo en la cruz del Calvario para con cada uno de ustedes, para vos, Heider, para vos, Marisol, para vos, Marta, para cada uno de aquellos que se han arrepentido y han abrazado a Cristo, es clavar sus pecados en la cruz y decir: ‘Está pagado y está pagado con mi sangre.’” No puede el mundo, no puede Satanás y no puede nadie demandarme por ello. Yo lo salvé, yo lo compré con mi sangre. Eso es lo que dice este verso. Y Pablo, en el verso 1 de Romanos 8, va a decir de manera contundente, un verso de los más hermosos que hay en las Escrituras: “Ninguna condenación hay para los que están en Cristo.” Amigos que están esta mañana, puede que tú no entiendas mucho de lo que yo dije, pero tú solamente tienes que entender dos cosas. Luego, el Señor, en su bondad, hará su obra en ti y entenderás mucho más. Tú debes entender, en primer lugar, que Dios, en su palabra, te dice que tú eres un gran pecador. Pero, por otro lado, este libro afirma otra cosa: que Cristo es un gran Salvador. Si vienes a Él en arrepentimiento y fe, Él te recibirá. Él mismo dice, no lo digo yo, lo dice Cristo en su palabra: “El que a mí viene, yo no le echo fuera.”

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