EL SUMO SACERDOTE DE EXTRAVIADOS E IGNORANTES (Heb 5:1-3) – 11/08/24

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Llegamos ya al capítulo 5 de Hebreos y estamos hablando del gran, gran Sumo Sacerdote que Dios nos proveyó a nosotros, los pecadores. Dice la Palabra del Señor en Hebreos 5. Si por ahí podemos proyectarlo en pantalla: Hebreos 5:1-3. Y leo para ustedes la Palabra del Señor. Dice así:

«Porque todo sumo sacerdote, tomado de entre los hombres, es constituido a favor de los hombres en lo que a Dios se refiere, para que presente ofrendas y sacrificios por los pecados, para que se muestre paciente con los ignorantes y extraviados, puesto que él también está rodeado de debilidad. Y por causa de ella, debe ofrecer por los pecados, tanto por sí mismo como también por el pueblo.»

Hemos leído el pasaje de Hebreos 5:1-3, pero previamente, en los versículos anteriores, en el capítulo 4, versículos 14-16, vimos que nuestra confianza en cuanto a nuestra salvación tiene que ver con la relación que tenemos con Dios y que esta relación tiene que ver con nuestro derecho de entrar en Su presencia, de acercarnos al trono de la gracia. Podemos acercarnos confiadamente, en primer lugar, porque la obra de Jesucristo a nuestro favor es una obra para Su plena aceptación por el Padre, lo cual se ve en la Ascensión cuando Hebreos dice que traspasó los cielos y se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas.

Pero también nos acercamos, en segundo lugar, con confianza porque sabemos que nuestro Sumo Sacerdote nos entiende perfectamente. Nos entiende porque nuestra humanidad ha conocido las mismas pruebas y ha conocido las mismas tentaciones que nosotros. Y ahora el autor explora el carácter humano del sacerdocio porque quiere que sus lectores hebreos vean que Jesús reúne todas las condiciones para ser un sacerdote válido para ellos. Y bueno, en esta inteligencia, en esta interpretación, dice el autor a los Hebreos: «Porque todo sumo sacerdote, tomado de entre los hombres, es constituido a favor de los hombres.»

Entonces, de entre los hombres y a favor de los hombres. La primera cosa que el autor nos dice acerca de los sacerdotes de la antigüedad es que eran tomados de entre los hombres y constituidos a favor de los hombres. Un representante válido, alguien que te represente bien, en este marco procede del medio de aquellos a los que tiene que representar. No se preocupe, que vamos a explicarlo. Alguien de un grupo tiene que poder identificarse plenamente con aquellos a quienes representa; tiene que conocer las situaciones con las que tiene que tratar.

Bueno, ahora voy a tratar de dar un ejemplo que puede quizás no ser fiel, pero por lo menos para ir de a poco encontrando el rumbo y la idea. Supongamos que el municipio o la municipalidad, o el gobierno municipal, dice que en los vecindarios o en los barrios se designe un representante o dos para comunicar los problemas que hay en la localidad o en el barrio. ¿Qué es lo lógico? Que el representante sea alguien del barrio, que conozca las situaciones, que conozca las necesidades, que conozca los baches, que sé yo, que conozca la falta de lo que sea. Alguien que pase las mismas cosas que pasan los demás del grupo. Esa es la idea.

Ahora, ahí va a ser un representante válido porque conoce las situaciones. Pero, ¿qué pasa si por ahí se le ocurre, no sé, a la comisión vecinal de Cabora agarrar un representante de Fuerte Olimpo o de, no sé, de Santa Rita? No va a tener sentido porque no va a conocer sus necesidades. Entonces, para que alguien pueda ser representado válidamente, tiene que ser alguien del medio, del medio suyo.

Bueno, este mismo principio es el que opera en el caso del sacerdocio. A fin de ser un Sumo Sacerdote válido, el candidato tiene que ser tomado de entre los hombres, debido a que ha de ser constituido a favor de los hombres. Puesto que su ministerio ha de ser a favor de los hombres, tiene que comprenderles bien a ellos, tiene que saber, tiene que conocer sus situaciones.

Ahora, recordemos lo que decía el libro de Hebreos en el capítulo 2 y versículo 17: «Debía ser en todo semejante a sus hermanos para venir a ser misericordioso y fiel Sumo Sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados.» Notemos en la frase «en lo que a Dios se refiere». La idea de la cita es que Jesucristo no podría servir como nuestro Sumo Sacerdote si no hubiese sido en todo semejante a los hombres a los que había de representar.

Primero, era necesario que Jesús fuese en todo semejante a sus hermanos, y solo entonces podía llegar a ser un Sumo Sacerdote válido. No pudo, por ejemplo, empezar su ministerio sacerdotal en el momento de su Encarnación. Y esto no solamente por el hecho de que era un niño, sino también porque era necesario que Él experimentase, que padeciese, que supiera lo que debe vivir dentro de nuestro ámbito, que supiera lo que debe sufrir en su propia persona la presión de la tentación y la aflicción, y conocer de primera mano todo lo que nosotros tenemos que vivir.

Como decimos en Paraguay, así nomás. Solo entonces Él pudo ser legítimamente nuestro representante ante Dios, porque solo entonces había llegado a entendernos. Y esto decimos nosotros, obviamente con total reverencia, porque no somos más sabios que Dios. Pero la idea es esta: que el Hijo eterno no sería calificado para representarnos ante Dios si no se hubiese encarnado. Por mucho que Él desde el cielo nos ame, por mucho que su omnisciencia le proporcionase un pleno conocimiento de la situación, al no haber experimentado en su propia carne la fuerza de la tentación, la fuerza de la prueba, la fuerza de la aflicción, no sería un digno representante nuestro.

Y acá vemos la extraordinaria misericordia de nuestro Señor y el sentido de justicia. Él no tenía por qué, no tenía la obligación de proveer un Sumo Sacerdote. Podría haber nombrado un ángel nomás para ser nuestro abogado, pero quiso nombrar a alguien que fuese igual a Sí mismo en dignidad e igual a nosotros en quebranto, a fin de que nadie jamás pudiese cuestionar la legitimidad de nuestros representantes. Nosotros tenemos un representante legítimo que padeció, que en nuestra naturaleza conoce nuestra condición, y por ende puede entendernos.

Bueno, alguno me puede decir: «No, pero yo quiero pruebas. Dame pruebas de que Él es un legítimo representante nuestro.» Bueno, perfecto: la Encarnación, la humillación, la aflicción, la prueba del desierto y el ejercicio perfecto de Su función como Sacerdote a favor de los hombres.

Imagínense, pienso yo, realmente, el Señor no tenía la obligación. Él pudo habernos abandonado en nuestros pecados, no proveernos un Sumo Sacerdote que ofrezca un sacrificio a favor de nosotros. Él pudo tranquilamente dejarnos tirados ahí fuera, completamente exiliados del pueblo, muertos. Pero no, Él envió un Sumo Sacerdote. Ahora, no es porque Dios tenga alguna necesidad por lo que tenían que ser constituidos estos sacerdotes, sino a causa de las profundas necesidades de quienes, de los seres humanos. Dios en Su misericordia entonces constituye sacerdotes para que ellos puedan mediar entre el hombre y Dios.

Son constituidos a favor de los hombres, a favor de los pecadores, de los que transgreden la ley. ¿Para qué? Para buscar la reconciliación y la comunión. Bueno, estos sacerdotes, dicho sea de paso, también se mencionan en estos textos para mostrar la superioridad de Cristo ante todas las figuras que eran familiares para la audiencia original. Desde el capítulo uno hasta ahora, como ya hemos visto, se muestra la superioridad de Cristo ante todos, ante los Ángeles, por encima de Moisés, de Josué, de Aarón y del sacerdocio levítico. Y es de eso que nos está hablando ahora: esa mediación, ese ejercicio o ese ministerio, cómo se ejercía, qué se hacía en pos de la reconciliación, en pos del perdón de pecados. Se presentaban ofrendas y sacrificios por esos pecados. La condición del hombre es que somos pecadores. Y digo «somos» en plural, porque no hay justo, ni aun uno. Somos pecadores, desobedientes, rebeldes, y si no fuese por la gracia y por la misericordia del Señor, estaríamos bajo la ira de Dios. Nuestros pecados hicieron separación entre nosotros y Dios. Entonces, tiene que haber una solución para esos pecados, tiene que haber una solución para que se pueda lograr esa reconciliación, para que nosotros podamos entrar en la presencia del Dios tres veces santo. Y eso únicamente puede hacerse en base al ofrecimiento previo de un sacrificio que sea adecuado para expiar nuestros pecados. Únicamente así. Y ese es uno de los grandes temas, o si se puede decir, el gran tema central de Hebreos: la validez del sacrificio de Jesucristo en la cruz como aquel único sacrificio que en verdad quita nuestros pecados.

Jesucristo se ofreció a sí mismo. Él es el Sumo Sacerdote perfecto o gran Sumo Sacerdote, pero también la víctima. Y por su muerte, nosotros podemos entrar en la presencia de Dios. Su muerte es el cumplimiento de todos los sacrificios ofrecidos por los sacerdotes levíticos. Por tanto, Cristo es superior a todos los sacerdotes de antaño. Ahora, aunque nosotros no fuéramos pecadores y, por lo tanto, no tuviésemos que ofrecer sacrificio por nuestros pecados, se supone que deberíamos tener una profunda y continua gratitud hacia nuestro Creador, que se expresa en nuestro deseo de entregarle todo lo que somos y tenemos. Porque Él nos ha dado tanto a nosotros en nuestra condición de pecado. Merecíamos ira, pero el Señor, en su favor, nos concedió la oportunidad de que haya un sustituto, de que haya una víctima y de que haya una ofrenda por esos pecados. Pero, aunque no tuviésemos, hipotéticamente, ningún pecado, igual nuestro corazón tendría que estar lleno de gratitud; igual nuestra vida tendría que ser un sacrificio en gratitud consecuente para Él, que nos ha dado tanto. Esa es la hipótesis. Pero ¿cuál es la realidad? Vos conocés bien tus pecados, yo conozco los míos, que están ahí delante de la presencia del Señor. Entonces, nuestra gratitud tiene que ser el triple. ¡Qué bueno, Señor, gracias porque nos concediste ese gran Sumo Sacerdote, superior al sacerdocio levítico, y que se dio a sí mismo por esos pecados que yo nunca jamás pude haber solucionado!

Es muy triste que actuemos como si el Evangelio fuera un medio por el cual podemos evadirnos del castigo de nuestros pecados y vivir como queremos. Eso es muy triste. El propósito de la salvación es completamente lo contrario. El perdón de pecados es a fin de restaurar nuestra relación con Dios y permitir que vivamos en comunión con Él, cumpliendo su voluntad. Esa es la finalidad. Y en medio de esta situación restaurada, se supone que deseamos agradar a Dios, corresponderle mediante la entrega voluntaria de nuestras ofrendas, que somos nosotros, por todo el amor que Él ya nos ha mostrado. Dios te demostró amor, claro que sí, eso es garantizado. Y esa idea la entendió Pablo en Romanos 12:1, después de haber expuesto en los capítulos anteriores las misericordias de Dios, es decir, todo lo que Dios ha hecho por nuestra salvación en Jesucristo: nuestra justificación por su obra en la cruz, nuestra incorporación a la nueva humanidad en Jesucristo y el don de una nueva vida por su resurrección, la capacitación y la dirección del Espíritu Santo.

Ahora, ¿qué nos está diciendo Pablo después de hablar de todas esas cosas maravillosas? El apóstol nos exhorta a que, como única respuesta a eso recibido, presentemos nuestros cuerpos en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios. Y acá no se trata de un sacrificio propiciatorio por el cual nosotros podemos solucionar nuestros pecados. Esos pecados en Cristo ya fueron quitados, ya fueron limpiados, ya fueron solucionados por medio del único sacrificio propiciatorio que conoce el Nuevo Testamento, que es el de nuestro Señor Jesucristo. Ese es el único sacrificio que tiene el poder de solucionar tus pecados, de limpiarte y de permitirte la presencia ante ese Dios tres veces santo. Entonces, no se trata de un sacrificio por los pecados, sino de un sacrificio de gratitud, el que nosotros, en consecuencia, tenemos que rendirle. Es el equivalente de las ofrendas de Israel: dar a Dios lo mejor, las primicias de la cosecha, los animales más bonitos del rebaño, como respuesta de agradecimiento al Señor. Es ofrecer al Señor todo, todo lo que somos, todo lo que tenemos. Es colocarnos a nosotros mismos en el altar del servicio a Dios como una expresión de alabanza y gratitud. Vos sos la alabanza. En la vida de fe no solamente es importante el sacrificio, sino también la ofrenda. La ofrenda es nuestro culto racional, y la ofrenda que sos vos es tu alma, es tu mente, es tu corazón, y es todo lo que tenés.

Los sacerdotes del Antiguo Testamento ofrecían las dos cosas: sacrificios por el pecado y ofrendas. Ahora, los que hemos sido constituidos linaje escogido y real sacerdocio, debemos seguir su ejemplo: vivir bajo la protección de aquel único sacrificio que verdaderamente quita nuestros pecados y ofrecer nuestras ofrendas de alabanza. Sugel Michelen da un ejemplo, y voy a parafrasear: ¿qué va a pasar si hay un incendio en tu casa y vos estás afuera, y alguien viene a salvarte, entra y se muere intentando salvarte a vos porque entendía que estabas adentro, pero estabas afuera? Una locura, no tiene sentido. Si yo estaba afuera, a mí, ¿qué? Pero si vos estás adentro en ese incendio y ya estás a punto de morirte, y viene alguien y te saca, y en ese intento de sacarte te salvás vos y muere él, humanamente hablando y como ejemplo, ¿qué pensás? «Me salvó la vida. Yo tenía que estar muerto, y hoy estoy vivo por lo que esa persona hizo por mí, y encima sufrió».

Bueno, hermano, esa es la idea. Cristo se despojó, Cristo sufrió, Cristo derramó su sangre, dio un sacrificio. Entonces, ¿cómo no vas a responder con gratitud? ¿Cómo no vas a dar todo lo que sos en gratitud a Él? Y nosotros, realmente, siendo honestos, lo que ofrecemos es pobre, es parcial. Nosotros tenemos que corresponder a toda la gracia que hemos recibido con vidas perfectamente entregadas a su servicio y alabanza. Eso es lo que corresponde. Pero, aún el más valiente de todos, aun que gane todos los «Olimpicos» habidos y por haber de sacrificio y de servicio, va a reconocer, avergonzado, que su ofrenda es pobre y es parcial. Otra vez, a pesar de nuestro deseo de vivir para Dios, en muchos momentos Él no está en la cima de nuestras prioridades. Y aun en el mejor de los casos, por así decirlo, te levantás a las 4 de la mañana, y hasta las 10 cuando tenés tiempo libre, continuás y das todo, todo, todo. En el mejor de los casos, lo único que puedo decir es: «Siervo inútil soy.»

Y qué mezquinos realmente, qué mezquinos somos en nuestra condición de debilidad. ¡Qué poca gratitud tenemos! Es triste, pero ahí está nuestro Sumo Sacerdote y resulta que presenta delante del Padre ofrendas, además del sacrificio por los pecados. Él se ofrece a Sí mismo a favor nuestro, Él intercede por nosotros, Él nos limpia, y el Padre no nos ve con ojo de juicio, sino que nuestras obras son purificadas en la sangre de Cristo, y es Su olor fragante el que está delante del Trono. Todo lo que fue la vida de nuestro Señor Jesucristo en la Tierra y todo lo que es Su ministerio eterno en las alturas es para nuestro bien, y por suerte eso es un constante «sí» de alabanza a Dios; es una gloriosa expresión de gratitud y adoración al Padre.

Pero lo grande es que esas ofrendas las presenta nuestro Sumo Sacerdote. Nosotros, ya que participamos de la vida de Jesús, felizmente somos representados por Él, no solo con respecto a Su sacrificio por el pecado, sino también con respecto a esa vida de alabanza perfecta y agradable delante de Dios. Y esto no tiene que servir, obviamente, para justificar alguna mediocridad, para justificar que yo no estoy creciendo en la fe, para justificar mi negligencia, que no estoy buscando de Cristo, que no estoy buscando agradarle a Él. No, pero sí es un tremendo alivio recordar, cuando nosotros vemos tanto fracaso, tanta debilidad en nuestra vida cristiana, y a pesar de nuestras mejores intenciones, esto es como un bálsamo, un alivio. No estás solo realmente; Cristo ya conquistó lo que vos no podés. Sí, es cierto, tenés que santificarte, tenés que cada vez ir mejorando, pero créeme, alguien ya hizo lo que vos nunca vas a poder hacer, que es ofrecer un sacrificio válido para solucionar tu situación eterna con el Padre. ¡Qué lindo y qué reposo es el Evangelio!

Y ahora, alguno puede decir: «La verdad, ya estoy, ya no soy… Demasiado fracasado en mi vida espiritual; estos pecados en particular me vencen y una y otra vez caigo, y caigo, y caigo, y me siento sucio y ya no quiero más ir al Padre». Bueno, para eso está el Sumo Sacerdote que conoce tu debilidad. Dice el versículo 2, y me encanta y lo disfruto de corazón, lo disfruto: «Para que se muestre paciente con los ignorantes y extraviados, puesto que Él también está rodeado de debilidad». Y esto está hablando del sacerdocio levítico por excelencia. Y vamos a ver, porque dice Richard Lawersdorf en su comentario exegético de Hebreos, el autor habla de pecadores ignorantes y extraviados refiriéndose a Números 15:27-31, donde se hace la distinción entre pecar por ignorancia y pecar por desafío. Los que pecaron por desafío y, por lo tanto, blasfemaron a Dios, debían ser, ¿qué cosa? Debían ser cortados de Israel y llevar su pecado con ellos. Los que pecaron por ignorancia y sin intención tendrían sus pecados cubiertos por el sacrificio traído el día de la expiación. El Sumo Sacerdote, que conocía por experiencia la debilidad humana con la que su pueblo tenía que luchar, podía tratar moderadamente con él.

En otras palabras, esa es la idea. Los sumos sacerdotes tenían que ser pacientes con otros por ser ellos mismos débiles. Ahora vamos a hacer un ejercicio: vamos a imaginarnos en el lugar del de antaño. Allí estás, atendiendo a la gente que trae sus animales para el sacrificio, víctimas que van a morir en lugar de aquel que ha pecado. Y ahora te aparece, por enésima vez, ese hermanito que siempre viene confesando el mismo pecado. Bueno, vos como sacerdote podés sufrir la tentación de decir: «Bueno, andate más a tu casa. Ya demasiadas veces… ¿Ya creés que otra vez más Dios va a perdonarte por el mismo pecado? La semana pasada no más, amigo, viniste con la misma situación». Y peor si dice: «Bueno, eh, ayer, o hace dos días, hace dos días más ese tema». Y ahora… Bueno, pero de ninguna manera el Sumo Sacerdote podía permitirse esa clase de reacción. Obviamente, era su obligación aceptar el sacrificio, y lo que frenaría su impaciencia era la conciencia de que él mismo era tan pecador como aquel que traía el animal. ¿Cómo él va a ser tan severo, cómo él va a ser tan implacable, si es que él también tenía la misma condición? Él conocía sus propias debilidades y, a consecuencia de eso, debía ser paciente con los demás. Y la palabra acá «paciente» tiene más que ver con una reacción equilibrada que no caiga en ninguno de los extremos. Por una parte, la reacción de que aquel sacerdote, por haber ofrecido ya tanto sacrificio, es como que ya se vuelve indiferente al pecado. Eso no. O la de un juez que se llena de ira ante el pecador y lo condena: «¿Cómo sos capaz de esto? No, llevá el animal, no hay caso». Es una actitud que reconoce plenamente la seriedad que le corresponde, ¿verdad? La seriedad del pecado, como también la misericordia de Dios al perdonar al pecador en virtud del sacrificio.

¿Y saben quién nos da la medida exacta, la justa, la precisa? Jesús. Él nunca consentía el pecado, pero más allá de reprender, vemos que había un amor por el pecador. Sus reacciones no eran de escándalo o de enfado o de rechazo, sino que eran de tristeza, eran de compasión. Y entonces se entrega a Sí mismo para salvarle. ¿Qué reacción más que perfecta de nuestro perfecto Sumo Sacerdote? Nosotros podíamos haber esperado que Él tuviese poca paciencia con nosotros, y bien hubiera sido eso porque nosotros fácil sucumbimos. Pero la revelación bíblica nos dice otra cosa; nos dice que Jesús superó las tentaciones, no para poder acusarnos con más razón cuando seamos vencidos, sino para poder entendernos y brindarnos el oportuno socorro que nosotros, pecadores, necesitamos: el alivio de la gracia de Dios, la intercesión delante de Dios a favor nuestro.

Imaginate un poco: si los sacerdotes de antaño se mostraban pacientes con los pecadores, cuánto más nuestro Señor Jesucristo, que Él murió por nuestros pecados. Bueno, ¿y cómo sabemos eso? ¿Cómo sabemos que Él tiene paciencia? ¿Cómo sabemos que Él se identifica con nosotros? Allí están la Encarnación y la Crucifixión: se hizo hombre y murió humillado en la cruz como firmes evidencias de la misericordia y de la clemencia que Él tiene. Él no fue constituido Sumo Sacerdote siendo ya de nuestra raza pecaminosa y débil, sino que, estando en forma de Dios, voluntariamente se ofreció a Sí mismo para tomar sobre Sí un cuerpo humano y sujetarse a todas esas consecuencias tristes y angustiosas de nuestra condición humana. Y por eso Él puede ser nuestro representante válido. Y por ahí, si esto te parece poquito y no te basta, después se ofreció a Sí mismo como sacrificio para la expiación de nuestros pecados. El Hijo descendió de los cielos, habitó entre nosotros y murió en la cruz para mostrar la clemencia de Dios.

Bueno, esto es en cuanto a la segunda persona de la Trinidad, al Hijo de Dios. Pero ¿qué decía el versículo 2? A favor de los ignorantes y extraviados, rodeados de debilidad, así nos vemos, porque la paciencia del sacerdote es para los ignorantes, extraviados y rodeados de debilidad. Pero ¿sabés qué? Si vos no te ves así, si vos no te ves necesitado, si vos sos demasiado valeroso delante de Dios y tu vida es demasiado perfecta, vos estás excluido. Estás excluido. El Señor, cuántas veces… Y la Palabra es tan clara en que nuestro orgullo y nuestra autosuficiencia tienen que ser rotos. El Señor nos quiso enseñar tantas cosas, pero nosotros somos lentos para aprender. Nos dio Su Palabra para orientarnos, pero a veces omitimos, hacemos caso omiso, somos olvidadizos. Dios también nos pone en diversas situaciones, pero no para amargarnos la vida, sino para que nosotros tengamos fe.

Pero, ¿cómo llegó a llamar el Señor a los hombres? Hombre de poca fe, porque no respondemos debidamente. Ya deberíamos ser maestros, pero somos tardos para oír. Y peor aún, no solamente somos ignorantes, torpes para aprender, sino que somos desobedientes. Otra vez, sabemos bien y hacemos; sabemos bien y pensamos; sabemos bien y decimos, hacemos aquello que la Palabra del Señor nos dice que no tenemos que hacer, y nosotros dejamos de hacer aquello que sí tenemos que hacer. Y ¿cuál es la consecuencia? Estamos en un montón de circunstancias desagradables cosechando. Pero Él, en Su misericordia, nos vuelve a buscar otra vez. Nos extiende la mano, nos saca del apuro, nos restaura, nos perdona. ¿Por qué? Porque Él es nuestro fiel Sumo Sacerdote: ignorantes, extraviados, rodeados de debilidad. Pero es precisamente a la luz de esta triste realidad en nosotros que Él decidió ser nuestro Sumo Sacerdote, y no está puesto para castigar ya el pecado eternamente, sino para expiar a aquellos por quienes murió. No está ahí para tratarnos con vara de hierro, sino con compasión.

Y esa es la figura que nuestro Señor Jesucristo asumió para sí mismo, y luego el versículo 3 dice: “Y por causa de la habilidad de ella debe ofrecer por los pecados tanto por sí mismo como también por el pueblo,” hablando del sacerdocio levítico. Los sacerdotes de antaño no tenían cuerpos glorificados ni eran perfectos. La respuesta es que eran pecadores, que también tenían debilidad, y ellos tenían que ofrecer sacrificio por sí mismos y también por el pueblo. Eran pecadores y tenían que expiar su propio pecado.

Nosotros estamos acostumbrados a escuchar que el sumo sacerdote levítico solo podía entrar en el Lugar Santísimo una vez al año, no más. Pero si decimos algo más didáctico, podía entrar en un solo día del año. Imagínense, es el Día de la Expiación. Pero aquel día tenía que entrar dos veces; primero tenía que entrar para rociar el propiciatorio con sangre en expiación por sus propios pecados, y una vez efectuada esa expiación por sí mismo, solo entonces podía ofrecer sangre por los pecados del pueblo. Esta es una diferencia con el sacerdocio de nuestro Señor Jesucristo. Primero, Él no tenía pecado, y segundo, no necesitó ofrecer sacrificio por sí mismo (Hebreos 7:26-27).

¿Cómo era el sacerdocio de Cristo? Tal sumo sacerdote nos convenía: Santo, inocente, sin mancha, apartado de los pecadores y hecho más sublime que los cielos, que no tiene necesidad cada día, como aquellos sumos sacerdotes, de ofrecer primero sacrificio por sus propios pecados y luego por los del pueblo. Eso dice Hebreos 7:26-27.

Los sacerdotes levíticos podían identificarse bien con la debilidad del pueblo porque ellos participaban de esa misma debilidad, pero el Señor Jesucristo comprende nuestra debilidad por haber pasado por las experiencias de prueba y tentación, pero sin pecado. En ese fuego fue forjado nuestro sumo sacerdote.

Qué bonito es pensar en el máximo anhelo que tendría el pecador. ¿Cuál es el máximo anhelo que tiene el pecador? Que debe vivir en comunión con Dios, estar en la presencia de Dios. Ese es el máximo anhelo que uno puede tener, y el Señor Jesucristo puede entrar directa, lisa y llanamente en la presencia de Dios. Él puede entrar porque es el Hijo y tiene una intimidad perfecta con el Padre desde la eternidad. Lo costoso para Él no es la relación con el Padre, lo difícil es la relación con nosotros. A fin de poder ser nuestro representante, Él tiene que tomar forma humana y pagar el alto precio de la Encarnación. Además, para poder entender plenamente aquello a lo que representa los seres humanos, tiene que ser tentado como nosotros, y a fin de realizar un sacerdocio eficaz, tiene que ofrecer el sacrificio por sí mismo, padecer y morir en la cruz. Es decir, tiene que ser un varón de dolores experimentado en quebranto. Forma humana, tentación y sacrificio; forma humana, tentación y sacrificio.

Ahora, ¿qué podemos decir? Si nosotros miramos hacia el cielo en nuestra condición de debilidad humana, podemos decir: “Gracias, Señor, por ese sumo sacerdote que me representa perfectamente. Gracias, Señor, por ese abogado que está recordando que las actas que me eran contrarias fueron anuladas en la cruz. Gracias por ese sacerdote que, conociendo mis pecados actuales, sigue todavía intercediendo por mí. Gracias, gracias por ese varón de dolores experimentado en quebranto.”

También es bonito recordar que nuestro sumo sacerdote conocía el hambre, la sed, el cansancio del viaje por el desierto, sabía lo que era ser abrumado por la presión de la gente, conoció la lucha por seguir adelante con su ministerio y no hundirse ante la oposición y el rechazo de la gente, ante la traición, el abandono de sus amigos, y el dolor del sufrimiento físico. Afirmando su rostro y siguiendo adelante lo que nosotros muchas veces y la mayoría de las veces no podemos seguir. Y Él siguió hasta lo último. Qué lindo es esto, y lo hizo porque era necesario que entendiese a fondo. Él pasó por todo eso para entender a fondo nuestra condición, para poder representarnos.

Estas son todas las palabras que nosotros podamos decir respecto a lo magnífico, maravilloso, esperanzador y hermoso del sacerdocio de Cristo. Siempre se quedan cortas, siempre son pobres, siempre inadecuadas para expresar la grandeza de su misericordia. Pero comparar con los sacerdotes levíticos, contrastar la perfecta humanidad de Cristo y la pecaminosidad de los sacerdotes levíticos, y contemplar la dificultad que entrañaba para los hijos de Aarón la entrada en el tabernáculo y la gloriosa ascensión al santuario celestial de nuestro Señor, es volver a comprender el alto privilegio de ser representado por Él. Porque Él es un sumo sacerdote perfecto. ¿Qué vas a hacer con esto? ¿Vas a poder decirle: “Gracias, Señor Jesucristo, por tu disposición a humillarte por amor a mí”? Gracias a Dios por su Don inefable, como dice Corintios.

Mi hermano, yo pienso que esto nos tiene que llevar a una humildad agradecida. Tiene que llevarte a indicarte viendo a ese sumo sacerdote escogido, y no solamente a la persona de Cristo, sino al sacerdote de antaño. Ellos tenían muchas restricciones; sin embargo, procuraban estar designados para hacer ese trabajo. Imagínense, ellos hacían eso, pero ofrecían sacrificio por el pueblo y también por sí mismos. Nosotros, ya de este lado de la eternidad, vemos la obra de Cristo completamente perfeccionada. Ellos, cuando lo hacían, no veían lo que nosotros vemos, y esto nos tiene que llevar a tener una humildad agradecida, primeramente reconociendo que si ellos reconocían su debilidad, cuánto más nosotros, que somos débiles, tenemos pecado y vergüenza. Felicidades, tienes los condimentos perfectos para ser humilde y no mirar jamás al otro por encima del hombro. Nosotros no somos más que nadie porque somos todos herederos de Adán, somos pecadores, hacemos mal, decimos mal, rompemos la ley de Dios. Y si miramos las tablas de la ley, amarás a Dios con todo tu corazón, alma, mente y fuerzas; amarás a tu prójimo como a ti mismo. Si la respuesta no es así, te insto a que tengas una humildad agradecida en tu corazón, porque solamente por la gracia y la misericordia del Señor puedes ser reconciliado en su presencia.

Por otra parte, otra aplicación que realmente me pareció muy contundente cuando estudiaba el texto y analizaba cómo aplicarlo, fue demasiado inmediata: esa expresión de paciencia con los extraviados e ignorantes. Los sacerdotes levíticos tenían paciencia con los extraviados e ignorantes. Cristo perfectamente tuvo paciencia con los extraviados e ignorantes. ¿Y por qué no tendríamos que tenerla nosotros con nuestros hermanos, con nuestras esposas, con nuestros esposos, con nuestros hijos, con las personas en la calle? ¿Qué tenemos nosotros a nuestro favor para no tener paciencia con aquel prójimo que es igual de pecador que tú? ¿Qué tienes tú para no tener paciencia siendo que Cristo te perdonó demasiado? Así que, mi hermano en Cristo, esta exhortación es para ti y para mí: paciencia.

Finalmente, el reconocimiento de la condición de todo aquel que escucha el evangelio. La condición del hombre es de pecado, de muerte eterna, de destinatario de la justa ira de Dios. Eso es lo que corresponde. Pero, mi amigo que ha venido a escuchar este mensaje, yo te digo: si estás en pecado y no reconoces que Cristo es el único y suficiente Salvador y que tú eres un gran pecador, la ira justa de Dios está sobre tu vida. Esa es la mala noticia. Sin embargo, hay una buena noticia: hay un sumo sacerdote que expía los pecados y que, si reconoces tu condición y crees en Él, serás salvo eternamente y te corresponderá eternamente la presencia ante el Dios, porque Cristo ya lo hizo todo. Vos no tenés que hacer nada para ser salvo porque Cristo ya lo hizo todo. Solo es necesario reconocer tu pecado y entregarle por entero tu vida a Él. Amén.

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