EL TESTIMONIO DE JUAN EL BAUTISTA (Jn 1:19-27)- 10/03/24

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Hoy vamos a continuar con la exposición consecutiva del Evangelio de Juan y les pido que me acompañen al capítulo 1 de Juan en el versículo 19. Ya estoy exponiendo el cuarto sermón del Evangelio de Juan y todavía no salimos de los primeros versículos del capítulo 1. Esto habla de la riqueza que hay en la palabra del Señor, versículo a versículo hay mensajes, hay palabra de Dios que impacta en nuestras vidas, que nos exhorta. Y eso es solamente de parte de Dios. Juan capítulo 1 versículo 19 relata el apóstol Juan:

Este es el testimonio de Juan cuando los judíos enviaron de Jerusalén a sacerdotes y levitas para que le preguntasen: «¿Tú quién eres?» Confesó y no negó, sino confesó: «Yo no soy el Cristo». Y le preguntaron: «¿Qué, pues? ¿Eres tú Elías?» Dijo: «No soy». «¿Eres tú el profeta?» Y respondió: «No». Y le dijeron: «Pues, ¿quién eres? Para que demos respuesta a los que nos enviaron. ¿Qué dices de ti mismo?» Dijo: «Yo soy la voz de uno que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías». Y los que habían sido enviados eran de los fariseos. Y le preguntaron y le dijeron: «¿Por qué, pues, bautizas si tú no eres el Cristo, ni Elías, ni el profeta?» Juan les respondió diciendo: «Yo bautizo con agua; mas en medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis. Este es el que viene después de mí, el que es antes de mí, del cual yo no soy digno de desatar la correa del calzado».

En este fragmento, el evangelista Juan nos presenta a Juan el Bautista. O sea que Juan presenta a Juan. De hecho, unos versículos antes, si se fijan en ese mismo capítulo, en el versículo 15, Juan ya hace una pequeña alusión a su nombre y su mensaje escribiendo: «Juan dio testimonio de él y clamó diciendo: Este es de quien yo decía: El que viene después de mí es antes de mí, porque era primero que yo». Ahora el apóstol nos presenta a Juan sin preámbulo alguno, sin introducción. Es más, esto es algo que comparten los evangelios de Marcos y Mateo, como dando a entender que la audiencia a quienes iban dirigidas estas epístolas conocían perfectamente al profeta. Solo el Evangelio de Lucas es el que nos da una ilustración mucho más detallada de lo que fue el origen de Juan el Bautista y el nacimiento y la anunciación del ángel en el templo. Pero en lo que sí coinciden los cuatro evangelios, hermanos, es en destacar que Juan el Bautista tenía como principal misión anunciar la venida del Salvador del mundo y exhortar al pueblo al arrepentimiento.

Ahora sabemos que cada evangelio presenta a Juan el Bautista destacando aspectos diferentes y cada uno enriquece la perspectiva que podemos tener del profeta. Y acá el apóstol Juan nos relata un episodio que a primera vista es un simple interrogatorio por parte de una comitiva de fariseos. Esta comitiva, hermanos, tenía una misión muy simple: averiguar quién es este hombre que está predicando en el desierto. «¿Tú quién eres?», le preguntaron. Pero si se fijan, es como que Juan se niega a presentarse. Él en ningún momento dice su nombre, y es por esto que los fariseos insisten e insisten, pero él no se presenta. Él no dice: «Yo soy Juan, hijo de Zacarías. Me dicen Juan el Bautista porque bautizo». Nada.

Y si nos ponemos a divagar sobre diferentes hipótesis del porqué Juan tenía esta actitud, podemos barajar que quizás no daba su nombre porque era tímido o porque tenía miedo: «¿Qué pasa si doy mi nombre y a los fariseos no les gusta y me meten preso?». No es algo descabellado, es algo que pasó con el mismo Jesús tiempo después. Otra hipótesis que podríamos barajar es la postura contraria, que era una persona arrogante, prepotente, como decimos acá: «¿Por qué te voy a dar mi nombre? ¿Para qué? ¿Quién sos vos?». Vieron como esos videos que se viralizan en las redes sociales donde en las barreras policiales se levanta uno indignado y empieza a filmar: «¿Por qué me pedís mi cédula si yo no hice nada?». Podríamos barajar una hipótesis como esa.

Pero déjenme decirles, hermanos, que Juan no daba su nombre ni por miedo ni por la famosa ley del «barete». Juan no quiso presentarse por un motivo mucho más sublime, y para confirmar esto, hermanos, vamos a hacer un pequeño recorrido por lo que nos revela la palabra del Señor sobre Juan el Bautista y vamos a conocer el verdadero motivo por el cual Juan negaba presentarse ante estos fariseos. Y el motivo, hermanos, es la razón de este sermón que hoy va a ser expuesto.

Así que vamos a ubicarnos en esta situación que nos relata el Evangelio de Juan, y en este interrogatorio podemos deducir, por obvias razones, que si se envió una comitiva hasta el desierto para averiguar qué estaba pasando, es porque la noticia de su mensaje y sus acciones estaban tomando una fama muy notoria. Es más, dijimos que cada evangelio enriquece la perspectiva que podemos tener de Juan, ¿verdad? Y si nos vamos al Evangelio de Marcos, en el capítulo 1 y en el versículo 4, nos ilustra un poco más sobre el movimiento que estaba generando la predicación y el bautismo del profeta. Marcos capítulo 1 versículo 4: «Bautizaba Juan en el desierto y predicaba el bautismo de arrepentimiento para perdón de pecados».

«Y salía a él toda la provincia de Judea y todos los de Jerusalén, y eran bautizados por él en el río Jordán, confesando sus pecados. Y Juan estaba vestido de pelo de camello y tenía un cinto de cuero alrededor de sus lomos, y comía langostas y miel silvestre. Y salían a él toda la provincia de Judea y todos los de Jerusalén. Se iban al desierto, en medio del sol y de la arena, a escuchar a este predicador. Obvio que un movimiento tan grande de gente no pasaría desapercibido. Y luego los comentarios: ‘¡Qué tremendas palabras! ¡Qué mensaje tan confrontador!’. Seguro que los que acudían y oían este mensaje hablaban con los demás sobre el impacto que tenía, sobre cómo era esa situación, y esto corría de boca en boca hasta llegar a los líderes religiosos, que intrigados por este personaje deciden mandar una comitiva de interrogadores al desierto».

Ahora, hermanos, podemos destacar que el mensaje de Juan no era para nada convencional. Era muy duro, y podemos decir que no era para nada motivacional, totalmente contrario a lo que hoy podemos escuchar en los púlpitos sobre el evangelio de la prosperidad y todo eso. Pero veamos cómo predicaba Juan. Vamos a Mateo en el capítulo 3 y en el versículo 7: «Mateo capítulo 3 versículo 7: Al ver muchos de los fariseos y de los saduceos venir a su bautismo, les decía: ‘¡Generación de víboras! ¿Quién os enseñó a huir de la ira venidera? Haced, pues, frutos dignos de arrepentimiento, y no penséis dentro de vosotros mismos: ‘Abraham tenemos por padre’, porque yo os digo que Dios puede levantar hijos de Abraham aun de estas piedras. Y ya el hacha está puesta a la raíz de los árboles; por lo tanto, todo árbol que no da buen fruto es cortado y echado al fuego'».

Duro mensaje, duro mensaje. No era muy motivacional tipo coaching. Yo me pregunto, ¿será que esta iglesia soportaría los mensajes de Juan el Bautista desde este púlpito? Duro, ¿verdad? Me cuentan que en otras congregaciones (no acá, nunca, pero en otras congregaciones, allá lejos) los hermanos se levantarían y estarían criticando a Juan el Bautista por este tipo de mensajes: «Hermano, ¡qué falta de amor! Hermano, ¿por qué los insultos? ¿Por qué ‘generación de víboras’? Ese mensaje no atrae, espanta». A Juan el Bautista le estarían corrigiendo. Cierro paréntesis.

Ahora, es importante, hermanos, que conozcamos el contexto histórico de estos hechos para que entendamos qué estaba pasando con el pueblo judío en aquella época. ¿Y qué pasaba? El profeta Malaquías cierra el Antiguo Testamento anunciando que antes del gran día del Señor vendría el profeta Elías. Y pasaron 400 años y, durante todo ese tiempo, hermanos, no hubo revelación por parte de Dios. No se levantó profeta por parte de Dios, y el pueblo estaba ansioso de recibir alguna palabra de parte de Dios, pero Dios guardaba silencio. 400 años. Malaquías escribe en el capítulo 4, en los versículos 5 y 6: «He aquí, yo envío al profeta Elías antes que venga el día de Jehová, grande y terrible. Él hará volver el corazón de los

padres hacia los hijos y el corazón de los hijos hacia los padres, no sea que yo venga y hiera la tierra con maldición».

«Hará volver el corazón de los padres hacia los hijos y el corazón de los hijos hacia los padres». A lo largo de este sermón vamos a volver a encontrar estas frases en otro fragmento. Malaquías cierra el libro y luego de esto se hace un silencio sepulcral por parte de Dios por 400 años. Y de repente, de repente aparece una voz que clama en el desierto, en medio de la nada, no en la sinagoga, no en el templo, sino en el desierto, a donde están yendo miles de personas a escuchar el mensaje de arrepentimiento y son bautizados en agua. Hermano, el desierto es un lugar desolado y hasta podríamos decir que es rechazado por nuestra naturaleza humana. O sea, si nosotros tenemos la posibilidad de vivir en verdes praderas rodeadas de árboles con abundante sombra, con ríos y manantiales, o vivir en el desierto, obviamente vamos a elegir lo primero, ¿verdad?

Pero fíjense que Dios establece una conexión muy especial con el desierto. Es en el desierto donde Israel peregrina por 40 años y, por sobre todo, donde Dios se manifiesta al pueblo. Es en el desierto donde Jesús es llevado por 40 días para ayunar, para ser tentado y vencer al pecado. Y es en el desierto a donde Dios ordenó que hiciera morada Juan el Bautista para anunciar que el Verbo, que el Salvador del mundo, había llegado a esta tierra. Allá, lejos del bullicio, lejos del movimiento desenfrenado de las grandes ciudades, lejos de los centros religiosos, de la élite religiosa, lejos del glamour de las riquezas, allá estaba Juan. Obviamente, hermano, que esto no podía dejar de llamar la atención y generar interrogantes. Es por esto que estos fariseos salen al desierto para ver de qué se trataba este predicador. «¿Será que ha vuelto Elías, como decía el profeta Malaquías, o es solo un loco que está armando una nueva secta?»

El apóstol Juan relata que los principales sacerdotes querían saber quién era este personaje que se vestía de manera tan rústica y tan extravagante, que se alimentaba solamente de miel y langostas, y por eso envían esta comitiva. «¿Tú quién eres?», le preguntan los fariseos. Pero fíjense qué responde él: «Confesó y no negó, sino confesó: Yo no soy el Cristo». Si era mi papá quien hacía este interrogatorio, ante esta respuesta lo primero que hubiera dicho es: «Yo no te pregunté quién no sos, yo te pregunté quién sos». Una escena típica de mi infancia era cuando se rompía algo en casa y nos ponían a todos en fila: «¿Y quién rompió esto?» «Yo no», decíamos en coro. Y ahí venía la famosa frase: «Yo no pregunté quién no fue, yo pregunté quién fue». Y obviamente después venían las caricias y todo lo demás. «¿Tú quién eres?» «Yo no soy el Cristo», fue lo que destacó el profeta. Es como que quería dejar claro cuál no era su papel, quién no era, sin importarle siquiera explicar quién era él.

Lo normal es que haya respondido: «Yo soy Juan. Me dicen el Bautista. Yo soy Juan, hijo de Elisabet. Yo soy Juan, hijo de Zacarías». Él no dijo quién era; él dijo quién no era. Es como que Juan quiere decir acá: «Yo no soy el importante, no importa quién soy. Lo que importa es que no soy para que no se confundan». Pero miren que Juan sí tenía argumentos suficientes para sacar a relucir su jerarquía, sí tenía argumentos para presentarse y para pararse delante de estos líderes judíos. Él no dice: «Yo soy hijo de Elisabet, descendiente de la familia de Aarón, del linaje sacerdotal por parte de madre». Juan no dice: «Yo soy hijo de Zacarías, descendiente de la familia de Aarón, de la orden de Abías; tengo linaje sacerdotal también de parte de padre». Es más, él no saca a relucir siquiera la profecía que había sobre él y el anuncio del Ángel que ocurre en el templo, justamente cuando su padre estaba ejerciendo el sacerdocio.

Leamos esa parte que encontramos en Lucas capítulo 1, versículo 5: «Hubo en los tiempos de Herodes, de los días de Herodes rey de Judea, un sacerdote llamado Zacarías, de la clase de Abías. Su mujer era de las hijas de Aarón y se llamaba Elisabet. Ambos eran justos delante de Dios y andaban irreprensibles en todos los mandamientos y ordenanzas del Señor. Pero no tenían hijo, porque Elisabet era estéril y ambos eran de edad avanzada. Aconteció que, ejerciendo Zacarías el sacerdocio delante de Dios según la orden de su clase, conforme a la costumbre del sacerdocio, le tocó en suerte ofrecer el incienso entrando en el santuario del Señor. Y toda la multitud del pueblo estaba fuera orando a la hora del incienso, y se le apareció un ángel del Señor puesto en pie a la derecha del altar del incienso. Y se turbó Zacarías al verle y le sobrecogió temor. Pero el ángel le dijo: ‘Zacarías, no temas, porque tu oración ha sido oída y tu mujer Elisabet dará a luz un hijo y llamarás su nombre Juan. Y tendrás gozo y alegría, y muchos se regocijarán de su nacimiento porque será grande delante de Dios. No beberá vino ni sidra, y será lleno del Espíritu Santo aún desde el vientre de su madre. Y hará que muchos de los hijos de Israel se conviertan al Señor Dios de ellos. E irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías para hacer volver los corazones de los padres a los hijos». Se acuerdan que dijimos que vamos a usar esa frase nuevamente: «Y de los rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo dispuesto».

Hermano, si había un momento donde Juan el Bautista podía haber hecho su respaldo de su ministerio, su linaje era en este interrogatorio que le hacían los fariseos. Pero no, él no se justifica, él no presenta argumentos, no presenta credenciales, él no se presenta. Él podría decir: «Yo soy el primer profeta que Dios envía desde los tiempos de Malaquías, luego de 400 años, mis queridos interrogadores. Luego de 400 años Dios me está enviando a mí». Podría decir eso y no estaría faltando a la verdad. Pero no, él no da ni su nombre, él no dice: «Escuchen mi voz, escuchen mi mensaje personal». No, él dice: «Yo soy la voz de uno, de alguien que clama en el desierto». Y estos fariseos continúan preguntándole y le dicen: «¿Qué pues? ¿Eres tú Elías?». Dijo: «No soy». «¿Eres tú el profeta?». Y respondió: «No».

El pueblo esperaba la venida del profeta Malaquías, eso del profeta Elías. Perdón, eso fue lo que anunció el profeta Malaquías, y es por eso que consultaban por él. Había cierto simil en su mensaje: Elías debía disponer al pueblo al arrepentimiento, y en ese sentido, Juan venía como Elías para anunciar el arrepentimiento al pueblo y que este esté dispuesto a recibir el mensaje de Jesús. Pero Juan el Bautista no era Elías. Los sacerdotes querían saber si era Elías, y quizás volvieron decepcionados cuando Juan les dijo que no. El pueblo tenía al profeta Elías como uno de los más grandes profetas, pero Juan, hermanos, era superior a Elías. Esto lo dijo el mismo Jesús, y podemos encontrar en Mateo capítulo 11, versículo 1, este pasaje: «Cuando Jesús terminó de dar instrucciones a sus 12 discípulos, se fue de allí a enseñar y a predicar en las ciudades de ellos. Y al oír Juan en la cárcel los hechos de Cristo, le envió a dos discípulos diciendo: ‘¿Eres tú aquel que había de venir o esperaremos a otro?’. Respondió Jesús y les dijo: ‘Id y haced saber a Juan las cosas que oís y veis: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados, los sordos oyen, y los muertos son resucitados, y a los pobres es anunciado el evangelio. Y bienaventurado es aquel que no halle tropiezo en mí’. Y mientras ellos se iban, comenzó Jesús a decir de Juan a la gente: ‘¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? ¿O qué saliste a ver? ¿A un hombre cubierto de vestiduras delicadas? He aquí, los que llevan vestiduras delicadas en las casas de los reyes están. Pero, ¿qué salisteis a ver? ¿A un profeta? Sí, os digo, y más que profeta, porque este es de quien está escrito: ‘He aquí yo envío mi mensajero delante de tu faz, el cual preparará tu camino delante de ti’. De cierto os digo: entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro mayor que Juan el Bautista; pero el más pequeño en el reino de los cielos mayor es que él. Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo arrebatan. Porque todos los profetas y la ley profetizaron hasta Juan. Y si queréis recibirlo, este es aquel Elías que había de venir. El que tiene oídos para oír, oiga».

Concluye el Señor: «En otras palabras, si podéis entender, este es el Elías que ustedes han esperado por 400 años». «E irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías», relataba Lucas en su evangelio. En Mateo capítulo 7, versículo 10, dice: «Entonces sus discípulos le preguntaron diciendo: ‘¿Por qué pues dicen los escribas que es necesario que Elías venga primero?’. Respondiendo Jesús, les dijo: ‘A la verdad, Elías viene primero y restaurará todas las cosas. Mas os digo que Elías ya vino y no le conocieron, sino que hicieron con él todo lo que quisieron. Así también el Hijo del Hombre padecerá de ellos’. Entonces los discípulos comprendieron que les había hablado de Juan el Bautista». Y ahí tenemos a estos fariseos preguntando si era Elías, y él dice: «No, no soy». Y aún no estaban teniendo respuestas, no sabían todavía quién era la persona a la que estaban interrogando. Y vuelven a increpar a Juan en el versículo 22: «¿Quién pues? ¿Quién eres para que demos respuesta a lo que nos enviaron? ¿Qué dices de ti mismo?». Y nuevamente el profeta no saca pecho, sino que en una actitud totalmente humilde dice: «Yo soy la voz de uno que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor, como dijo el profeta Isaías. Yo soy uno cualquiera, una voz que clama en el desierto. Yo no importo, lo que importa es mi mensaje: Enderezad el camino del Señor». Juan conocía muy bien su función, llevar la voz y el mensaje de Dios. Y no solo conocía muy bien su función, también conocía muy bien su mensaje. En la casita, Isaías en el capítulo 40, versículo 3, donde dice: «Voz que clama en el desierto: Preparad camino a Jehová, enderezad calzada en la soledad a nuestro Dios».

Pues, ¿quién eres? ¿Qué dices de ti mismo? Y eso es justamente lo que Juan no quería responder. Juan entendía que toda la atención debía centrarse en Jesús, no en él. Su mensaje apuntaba a Jesús, su mensaje era para disponer un pueblo arrepentido para Jesús, no para Juan. Continúa describiendo el evangelio de Juan que los que habían sido enviados, dice la palabra, los que habían sido enviados eran de los fariseos. Y le preguntaron y le dijeron: «¿Por qué pues bautizas si tú no eres el Cristo, ni Elías, ni el profeta?». Fíjense que el escritor destaca que los enviados eran de los fariseos, una de las sectas más estrictas y ritualistas de Israel. Y señala esto para contextualizar la pregunta que le hicieron: «

¿Por qué pues bautizas si no eres el Cristo, ni Elías, ni el profeta?».

¿Por qué estaban tan intrigados por el bautismo? En el Antiguo Testamento, hermanos, los judíos tenían que hacer confesión de fe con respecto al pacto de Dios y tenían que tener la señal del pacto, la circuncisión. Pero si un gentil, si un extranjero quería hacerse del pueblo judío y ser recibido por la comunidad, tenía que guardar la fe en el pacto de Dios y también hacerse la señal del pacto, que era la circuncisión. Pero además de eso, debía pasar por las aguas del bautismo, un bautismo prosélito. ¿Por qué? Porque se consideraba que todo extranjero, que todo gentil era inmundo, y ese acto era un acto con el cual se limpiaban esas impurezas.

Y ahora aparece un profeta judío que le dice a los judíos: «Ustedes están inmundos, ustedes tienen que bautizarse». Era un escándalo para los líderes religiosos. Básicamente, lo que le decía a los judíos de Israel que profesaban estar en el pacto era: «Ustedes no están en el pacto de Dios, ustedes están igual que los gentiles. Por eso tienen que bautizarse como un gentil». Esta comitiva enviada a interrogar a Juan también quería saber por qué los hijos de Abraham estaban siendo bautizados.

Juan continuó diciendo: «Yo bautizo con agua, mas en medio de vosotros está uno a quien vosotros no conocéis. Este es el que viene después de mí, el que es antes de mí, del cual yo no soy digno de desatar la correa del calzado». Esta frase de Juan el Bautista trascendió este evangelio, y hoy estuvimos leyendo en el libro de Hechos, en el capítulo 13, cómo Pablo rememora esta situación y esta misma frase. No es una simple frase con tintes poéticos; se dice que un discípulo tenía que estar dispuesto a hacer todo por su maestro menos desatar la correa de los calzados. Las calles en Israel eran tan polvorientas y tan sucias que hacer esa actividad era un trato sumamente humillante, sumamente indigno. Pero Juan dice: «Ni aún este trabajo es digno de mí. Yo bautizo con agua, pero ustedes, entre ustedes, hay uno que es tan grande que yo no soy digno siquiera de hacer algo tan humillante como desatar las correas del calzado». Es así de grande, es así de importante. Esto es solamente un bautismo con agua.

El evangelio de Mateo enriquece este episodio relatando en el capítulo 3 y el versículo 11: «Yo, a la verdad, os bautizo en agua para arrepentimiento, pero el que viene tras de mí, cuyo calzado yo no soy digno de llevar, es más poderoso que yo. Él os bautizará en Espíritu Santo y fuego. Su aventador está en su mano, y limpiará su era, y recogerá su trigo en el granero, y quemará la paja en fuego que nunca se apagará». Hermanos, pueden ver, llegados hasta aquí, que Juan nunca buscó su gloria personal. Él vivió y se entregó plenamente para anunciar a Jesús. Fíjense que incluso cuando todos empezaron a abandonar a Juan y se iban tras Jesús, él no esgrimió reclamo alguno. En Juan 3:26 dice que vinieron a Juan y le dijeron los discípulos de Juan: «Rabí, mira, este que estaba contigo al otro lado del Jordán, de quien tú diste testimonio, bautiza y todos se van a él». Y respondió Juan y dijo: «No puede el hombre recibir nada si no le fuere dado del cielo. Vosotros mismos me sois testigos de que dije: yo no soy el Cristo, sino que soy enviado delante de él. El que tiene la esposa es el esposo, mas el amigo del esposo que está a su lado le oye y se goza grandemente de la voz del esposo. Así pues, este mi gozo está cumplido. Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe».

Jesús, buscaste tus propios miembros. Yo trabajé mucho para llenar mi iglesia y ahora te estás llevando mis ovejas. No. Esa era la actitud que estaban teniendo los discípulos de Juan, pero Juan dice: «No, él no es nuestra competencia. Yo toda la vida estuve trabajando para él, para él. Ahora que él llegó, yo me voy. Es necesario que él crezca y yo mengüe».

Y ahí tenemos a Juan el Bautista, hermanos, del linaje sacerdotal, una persona que movía multitudes, la voz de Dios para el pueblo luego de 400 años con la misión de anunciar la llegada, nada más y nada menos, que de la segunda persona de la Trinidad. Anunciar la llegada del Salvador del mundo con una vida entregada a Dios. Pero este, de quien entre los nacidos de mujer no se ha levantado otro mayor, no sacó credencial alguna. No hubo jactancia, no hubo vana gloria, no hubo arrogancia, nada. Y este es el testimonio, hermanos, que quiero resaltar para meditar con ustedes. Juan, hermanos, no vivió para sí mismo. Juan no vivió para gloriarse de sus logros. Él vivió para Cristo, para anunciar su mensaje. Él no esperaba recompensas en esta vida, sino en la eternidad.

Y uno puede decir: «Bueno, vivió de manera sacrificada, pero Dios lo llevó en su gloria de una manera épica. Descendió un carro de fuego como con Elías y lo llevó, descendió Dios y lo llevó a caminar con él como con Enoc». No, hermanos. Ustedes saben cómo murió Juan el Bautista. Su cabeza fue entregada en un plato como regalo a una jovencita por bailar sensualmente ante el rey en una fiesta de borrachos.

Marcos 6:14 refleja este hecho diciendo: «Oyó el rey Herodes la fama de Jesús, porque su nombre se había hecho notorio, y dijo: ‘Juan el Bautista ha resucitado de los muertos, y por eso actúan en él estos poderes’. Otros decían: ‘Es Elías’. Y otros decían: ‘Es un profeta, o alguno de los profetas’. Al oír esto, Herodes dijo: ‘Este es Juan, el que yo decapité, que ha resucitado de los muertos’. Porque el mismo Herodes había enviado y prendido a Juan, y le había encadenado en la cárcel por causa de Herodías, mujer de Felipe, su hermano, pues la había tomado por mujer. Porque Juan decía a Herodes: ‘No te es lícito tener la mujer de tu hermano’. Pero Herodías le acechaba y deseaba matarle, y no podía, porque Herodes temía a Juan, sabiendo que era varón justo y santo, y le guardaba salvo. Oyéndole, se quedaba muy perplejo, pero le escuchaba de buena gana. Pero, venido el día oportuno, en que Herodes en la fiesta de su cumpleaños daba una cena a sus príncipes y tribunos y a los principales de Galilea, entrando la hija de Herodías, danzó y agradó a Herodes y a los que estaban con él en la mesa. Y el rey dijo a la muchacha: ‘Pídeme lo que quieras y yo te lo daré’. Y le juró: ‘Todo lo que me pidas te daré, hasta la mitad de mi reino’. Saliendo ella, dijo a su madre: ‘¿Qué pediré?’. Y ella dijo: ‘La cabeza de Juan el Bautista’. Entonces, entró prontamente al rey y pidió, diciendo: ‘Quiero que ahora mismo me des en un plato la cabeza de Juan el Bautista’. El rey se entristeció mucho por causa de este juramento y de los que estaban con él a la mesa, y no quiso desecharla. Enseguida, el rey, enviando a uno de los guardias, mandó que fuese traída la cabeza de Juan. El guarda fue, le decapitó en la cárcel y trajo su cabeza en un plato y la dio a la muchacha, y la muchacha la dio a su madre. Cuando oyeron esto, sus discípulos vinieron, tomaron el cuerpo y lo pusieron en un sepulcro».

Así, Juan terminó sus días en esta tierra, hermanos, preso y luego decapitado, sin pena y sin gloria humana. No hubo sepelio pomposo, no hubo declaraciones de duelo nacional, nada. Para el mundo, hermanos, este es el relato de la vida de un fracasado, un loco quizás, una persona sin logros personales que vivió para engrandecer a otro y partió de este mundo, hasta si se puede decir, de una manera humillante por el capricho de una jovencita. Pero para Juan, hermanos, y para nuestro Señor, su vida fue mejor que la de cualquier ser humano. Su trabajo y sus logros mucho más excelente que la vida de cualquier multimillonario o persona exitosa. Y su muerte, hermanos, no fue su fin, sino su paso a la eternidad en la gloria de nuestro Señor.

Entonces, volviendo a este interrogatorio y viendo todo esto, hermanos, podemos concluir que en este episodio relatado por el evangelista, Juan el Bautista no se negaba a dar su nombre por timidez o por miedo, porque vimos a lo largo de este sermón que este profeta se paraba ante multitudes y daba un mensaje firme, duro, directo, y eso no es propio de una persona débil, de una persona titubeante. Tampoco se negaba a dar su nombre por ser arrogante o por ser prepotente, porque «Barete este que viene después de mí, el que es antes de mí, del cual yo no soy digno de desatar la correa del calzado». Estas no son palabras propias de un arrogante o de un prepotente; son de una persona que demuestra total estado de humillación y de sumisión a su Señor.

Entonces, nos queda la última y la verdadera razón: él no quería que se centraran en él. Él no era el centro de esta historia. Él no buscaba su propia gloria, sino la gloria de Jesús. «Yo no vivo para mí, sino para Cristo», decía Juan. «¿

Y yo quién soy? No importa mi nombre, no importa quién soy. No importa, Cristo es el que importa». Juan en todo momento buscaba quitar la atención de sobre él, porque él no era el centro de esta historia, sino Jesús el Cristo. Eso anunció toda su vida y lo hizo con excelencia, con entrega, con pasión, con sacrificio hasta el punto de perder su vida por la verdad. Él no se glorió usurpando el protagonismo de esta historia. Es más, déjeme decirle que si Juan tenía este carácter por la obra del Espíritu Santo, es porque también tenía en su Señor, en Jesús, el más claro ejemplo de perdón, humildad, amor y misericordia. El mismo Jesús a quien Juan anunciaba era el modelo que imitaba Juan. ¿Y sabe por qué la palabra del Señor resalta tanto los detalles de la vida de Juan el Bautista? Bueno, por un lado, para que conozcamos la perfección de la palabra de Dios, la perfección de su plan. Pero por el otro, para que podamos ver en Juan un modelo, un ejemplo, una vida entregada al Señor.

Juan el Bautista no aspiró a una vida llena de lujo, riqueza o fama. No vivió para gloriarse a sí mismo. Dio un claro ejemplo de humildad, de entrega a Dios, pero al mismo tiempo, hermanos, de valentía y de carácter cumpliendo la misión que Dios le encomendó. Cuánto de la vida de Juan el Bautista, hermanos, nos lleva a autoexaminar nosotros. Cuando leemos los evangelios sobre Juan el Bautista, tenemos que ver un reflejo, tenemos que ver un ejemplo del carácter que debe imitar todo cristiano. Hermanos, entonces, a la luz de este testimonio del carácter de este profeta, de su ejemplo de vida, la pregunta que yo le hago a esta congregación, hermanos, es: ¿en nuestra vida diaria podemos ver algún pequeño rasgo de la vida que tuvo Juan en nosotros? ¿Podemos ver alguno de los rasgos de Juan? ¿Tenemos, hermanos, una vida plenamente entregada al Señor como manda su ley, así como la tuvo Juan? ¿Vivimos en humildad, hermanos, no engrandeciéndonos a nosotros mismos, sino a nuestro Dios como lo hizo Juan? ¿Buscamos la gloria de Dios antes que nuestra gloria personal? ¿Podemos conformarnos a la sencillez de lo que el Señor nos da sin estar reclamándole permanentemente bienes materiales? ¿Estamos dispuestos a hacer sacrificios? Y no hablo de sacrificios grandes como los que hizo Juan. Sacrificios pequeños, no seamos tan exigentes, sacrificios por nuestro Dios y por nuestro Salvador.

Y por sobre todo, hermanos, ¿estamos viviendo anunciando a Cristo como lo hizo Juan? ¿Estamos anunciando al Salvador del mundo? ¿Estamos llevando las buenas nuevas del Evangelio a las personas? ¿Estamos anunciando que el Salvador ya vino y está llamando a sus escogidos? Porque, hermanos, si no es así, tenía que llenarnos de vergüenza. Y fíjense que digo «estamos», no digo «están», porque yo me incluyo, porque estas son las preguntas que yo me hice a mí mismo.

Hermanos, estamos viviendo en una época tan superficial, hermanos, donde si mi hermano ya no me saluda, ya me enojo y ya empezamos a renegar contra Dios y contra su iglesia. Donde cualquier pleito con un hermano, con el predicador, con el pastor, con el chipero que pasó en frente de la iglesia, ya es motivo para ofendernos, ya nos ponemos iracundos, ya renegamos contra Dios. Un tiempo donde, si Dios no cumple mis caprichos, yo amenazo con dejarlo como si fuera que él nos necesita. Y peor aún, si no cumple mis caprichos, pero sí cumple el capricho de mi hermano, ahí sí que «atajate, zapateamos y nos quejamos».

Nuestras oraciones, hermanos, están cargadas de «dame, dame, dame, dame». Nunca están cargadas de un «úsame, úsame, úsame». Nunca están cargadas de un «Señor, corrígeme». Nunca están cargadas de un «Señor, gracias». Nunca somos agradecidos con nuestro Dios. Vivimos para nosotros mismos, hermanos, y queremos acomodar a Dios a nuestros horarios, queremos acomodar a Dios a nuestros tiempitos libres. Nunca un ayuno de la iglesia, nunca un tiempo para llevar un mensaje a un vecino, nunca un tiempo para crecer en la palabra, para leer un libro, para conocer a Dios y su perfección, y poder ser de bendición a otros.

Y después, hermanos, nos encontramos con este testimonio de la vida de Juan, y si lo ponemos en contraste con nuestro testimonio, con nuestra vida, hermanos, encontramos que estamos vacíos, totalmente vacíos. Qué poco amamos y qué poco servimos a Dios. Qué poco amamos y qué poco servimos a la iglesia. Qué poco amamos y qué poco servimos a nuestros hermanos. Hermanos, que Dios nos permita tomar este ejemplo de vida y ponerlo como ejemplo para seguir. En Gálatas 2:20 dice, «Con Cristo estoy justamente juntamente crucificado», dice Pablo, «y ya no vivo yo, más vive Cristo en mí. Y lo que ahora vivo en la carne, lo vivo en la fe del Hijo de Dios, el cual me amó y se entregó a sí mismo». Hermanos, ya no vivamos para nuestra carne, ya no vivamos para nuestros placeres, ya no vivamos para nuestros deleites. Vivamos para Cristo, hermanos, vivamos para las cosas que son eternas y no para las cosas que son pasajeras. Nuestra vida, hermanos, es neblina que desaparece cuando sale el sol. Examinemos nuestros caminos. ¿Estamos realmente dispuestos a dejar todo por Cristo como lo hizo Juan? ¿Estamos dispuestos a despojarnos de nuestra propia gloria para glorificar a Dios? ¿O nuestra pareja, nuestra familia, nuestros bienes, nuestro trabajo son más importantes? ¿Hoy no queremos sacrificar nuestra comodidad, nuestro dinero, nuestra tranquilidad, nada por nuestro Dios? Todo se tiene que acomodar. Y si no me cree, hagamos la reunión de culto a las 5 de la mañana, ¿cuántos van a venir? ¿Están dispuestos a sacrificar su comodidad? A las 9 a.m. es cómodo, a las 5 a.m. ya no, es otra cosa.

Es hora, hermanos, de que miremos a Cristo y su sacrificio. Es hora de que veamos todo lo que él hizo por nosotros y ver los ejemplos que nos ha dejado para que imitemos vidas entregadas a Dios, donde Dios, donde Cristo es importante, no nosotros, no lo que somos, no lo que tenemos para reflejar humanamente, carnalmente. Yo les puedo asegurar, hermanos, que nuestro Dios recompensó por millones de veces el corto tiempo de aflicción que pasó Juan en este mundo. Que el Señor nos ayude a implantar un poco del carácter de Juan en nosotros mismos para servirlo un poco, un poco cada día más. Juan vivió para Cristo, renunciando a sí mismo, a toda gloria para que la gloria sea para el Señor. Nosotros tenemos, hermanos, que vivir anhelando ese mismo espíritu. Pero nosotros no anhelamos ese tipo de vida. Nosotros anhelamos una vida normal. Y el pastor Miguel Núñez decía: «Una vida normal, ¿para quién? Para el mundo, porque para Cristo la vida de Juan era una vida normal. Esa es la vida estándar para Dios, la vida de Juan el Bautista». Que Dios nos ayude, hermanos, y nos fortalezca para poder anunciar a Jesús en este mundo perdido, pero también para tener la humildad, hermanos, que Juan el Bautista reflejó. Que la gloria sea siempre para Él.