JESÚS, EL SUBLIME TEMPLO DE DIOS (Jn 2:13-22)- 12/05/24
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Hoy continuamos con la secuencia de sermones expositivos y secuenciales del Evangelio del apóstol Juan. Recuerden que en la última exposición de esta serie en el capítulo 2, Juan relata que Jesús estaba en las bodas de Caná y utilizó las tinajas de la purificación de los judíos para llenarlas con agua y convertirlas en vino. Esas tinajas, que eran utilizadas para rituales vacíos que obedecían a simples tradiciones de hombres, ahora contenían el mejor vino del mundo. Jesús demostraba que ahora venía la verdadera purificación, ya no por un lavamiento con agua de unas tinajas, sino por la obra del Espíritu Santo en nuestras vidas, ya no por rituales superficiales, sino cambiando nuestra esencia, como lo hizo al convertir el agua en vino.
Después de esta señal, nos relata el Evangelio que Jesús descendió con su familia y con sus discípulos a Capernaum, y luego subió a Jerusalén porque estaba cerca la fiesta de la Pascua. Aquí fijamos los versículos que hoy vamos a desglosar en el Evangelio de Juan, en el capítulo 2 y en el versículo 13. Acompáñenme con sus Biblias, hermanos. Juan, capítulo 2, versículo 13: «Estaba cerca la Pascua de los judíos y subió Jesús a Jerusalén, y halló en el templo a los que vendían bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas allí sentados. Haciendo un azote de cuerdas, echó fuera del templo a todos, y las ovejas y los bueyes, y esparció las monedas de los cambistas y volcó las mesas. Dijo a los que vendían palomas: ‘Quitad de aquí esto, y no hagáis de la casa de mi Padre casa de mercado’. Entonces se acordaron sus discípulos que está escrito: ‘El celo de tu casa me consume’».
Los judíos respondieron y le dijeron: «¿Qué señal nos muestras ya que haces esto?» Respondió Jesús y les dijo: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré». Dijeron luego los judíos: «En cuarenta y seis años fue edificado este templo, ¿y tú en tres días lo levantarás?» Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Por tanto, cuando resucitó de entre los muertos, sus discípulos se acordaron de que había dicho esto y creyeron la Escritura y la palabra que Jesús les había dicho. Amén.
Acá el relato, hermanos, de Juan nos da el contexto de que Jesús sube al templo cuando estaba cerca la fiesta de la Pascua de los judíos. ¿Qué recordaban en esta fiesta? Conmemoraban la vez que el ángel del Señor pasó por Egipto y mató a todos los primogénitos en cuyas viviendas no se encontraba la marca de la sangre del cordero. Los israelitas habían pintado los dinteles con la sangre del cordero y el ángel del Señor no tocaba esas viviendas. Dios estableció que ese momento y esa gran señal por parte del Señor sean conmemorados de generación en generación. Esta era la fiesta que estaban por celebrar en la ciudad de Jerusalén, una ciudad que normalmente contaba con unos 100,000 habitantes, pero que era desbordada por la llegada de peregrinos de todas partes de la tierra conocida. Dice el historiador Flavio Josefo que normalmente esta ciudad llegaba a recibir entre un millón y dos millones de israelitas que venían para estas fiestas. Estos venían a sacrificar en el templo y este mismo historiador destaca que en estas fiestas los sacrificios se multiplicaban por diez, llegando a ser cerca de 250,000 sacrificios.
Era algo tremendo, pero al llegar, Jesús no encuentra un ambiente espiritual, no encuentra familias buscando el rostro de Dios; encuentra un templo convertido en un vulgar mercado, un lugar lleno de animales y comerciantes. ¿Qué hacían estos animales allí? Bueno, eran vendidos para los sacrificios. Recuerden que la Ley les mandaba a traer lo mejor de los animales para el sacrificio, pero muchos venían de tierras muy lejanas, lo que hacía muy difícil el viaje con el ganado. Así se había convertido en un excelente negocio poner a vender animales para el sacrificio en el atrio de los gentiles en el templo, y así uno se evitaba todo el trastorno de viajar con los animales. Era como estos pedidos ya, pero para sacrificios en el templo. Y como muchos venían de naciones lejanas, aprovechaban para traer el impuesto que se había decretado en torno al sostenimiento del templo, pero esto tenía que darse en una moneda especial que tenía características muy particulares, una pureza muy especial en cuanto a los metales. Entonces, para eso estaban los cambistas que cambiaban las monedas y obtenían una interesante ganancia con cada transacción.
Pero lo que hay que destacar, hermanos, es quién estaba detrás de todos estos negocios, y ese era el sumo sacerdote, que permitía y obtenía parte de esas ganancias al otorgar las licencias para realizar esos negocios en el templo. Por eso, cuando Jesús se levanta contra esta situación aberrante, se estaba levantando contra todo el liderazgo de la élite religiosa de la época. Y fíjense en la actitud de Jesús. Es la única vez que se ve al Señor ejerciendo su autoridad con fuerza física, haciendo un azote y tumbando las mesas de los cambistas. Ahora, esto no es porque Jesús se descontroló y perdió su dominio propio. No, hermanos, tenía que demostrar el celo por la casa del Señor. Como bien lo recordaron sus discípulos: «El celo de tu casa me consume». Ellos recordaron el Salmo 69:9 que dice: «Porque me consumió el celo de tu casa, y los denuestos de los que te vituperan cayeron sobre mí». Los discípulos recordaron esta línea del Salmo 69 y la conectaron con el celo que Jesús tenía por la pureza de la casa de Dios y la adoración que ahí se debía practicar.
Ahora, miren bien: este Jesús es el mismo Jesús que cuando fue abofeteado, cuando fue insultado, cuando fue escupido, cuando fue torturado, no pronunció palabra de reclamo alguno. Este es el mismo Jesús que, orando al Padre, dijo: «Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen». Así que no es que Jesús se descontroló y fue absorbido por la ira, hermanos. No. Si fuera así, Jesús no tendría dominio propio, pero sabemos que Jesús era perfecto y no había pecado en él. Simplemente, era necesario tener una postura contundente, porque con un mensaje amoroso y diplomático no iba a obtener otra cosa que las burlas de los mercaderes. No iba a tener otro resultado. Pero cuando vieron el azote, bien que salieron corriendo todos, ¿verdad?
Para que nos ubiquemos un poquito en la época y en el lugar específico dentro del templo donde ocurrió esta señal, necesitamos entender cómo era la disposición del templo. El templo estaba separado en secciones. Estamos hablando de una infraestructura enorme. Todo el predio de este terreno no era nada comparado con lo que era el templo en aquellos tiempos. Y vamos de atrás para adelante, vamos del lugar más adentro, el lugar donde estaba la sección más elevada, para afuera. El lugar más encumbrado era el lugar santísimo, el santuario, el lugar donde el sumo sacerdote podía ingresar una vez al año para ofrecer los sacrificios. Antes de esto, estaba el atrio de los sacerdotes, y un poco más cerca del acceso, estaba el atrio de los israelitas, donde solo ingresaban los hombres judíos, solo hombres y judíos. Si seguimos saliendo un chiquitito más, estaba la sección del atrio de las mujeres. Ahí podían estar hombres y mujeres, pero solo judíos. Si entraba un gentil, era digno de muerte. Y si seguimos saliendo, llegamos a la primera sección. Cuando uno apenas ingresaba al templo, se encontraba con una enorme explanada donde ingresaban los hombres judíos, las mujeres judías, pero también los gentiles, aquellos que no pertenecían a la nación de Israel y eran prosélitos. Era conocido como el atrio de los gentiles. Esa enorme explanada estaba rodeada de pórticos. Fue en este lugar, en este acceso, donde Jesús realizó esta señal. Era un lugar destinado a enseñar la palabra y a disponer al pueblo para el sacrificio, un lugar para orar, un lugar para oír la palabra, especialmente para los gentiles. Pero los sacerdotes ahora habían convertido este lugar en un mercado, un mercado lleno de animales donde comerciaban, compraban y vendían.
Déjenme recordarles, hermanos, que los animales en sí mismos ya emiten un olor bastante particular. Súmenle a eso las heces y la orina, no de 10 o 12 animales, sino de decenas y centenares de animales que pasaban por ese lugar. Y súmenle a eso a los cambistas que hacían sus transacciones en medio de toda la gente andando y ofreciendo sus monedas. Todo esto dentro de la casa del Señor, todo esto dentro del templo. ¿Se imaginan la indignación de un gentil que llegaba por primera vez a este lugar y deseaba oír la palabra y tener un encuentro con Dios en el templo y tenía que estar compitiendo con la atención del orador y del bramido de los animales? ¿Se imaginan? Esta gente había profanado el templo y los sacerdotes
lo toleraban porque les dejaba interesantes ganancias. Claro, uno podía traer su animal, sobre todo si vivía en las tierras cercanas. Podía traer su animal, entonces el judío criaba su animal con mucho cariño, con mucho esmero, dedicado para ser sacrificado en el templo. Pero, ¿qué pasaba cuando llegaba el sacerdote? Iba a ver que no era de los animales que se vendían en el templo, entonces algún defecto sí o sí le encontraba. Entonces le decía: «Anda, vende a tu animal por ahí en alguno de los mercados y ven a comprar uno de los que se ofrecen en el templo de la hacienda oficial. Estos ya están aprobados por los sacerdotes». Entonces, el hombre vendía mal a su animal, lo ofertaba y tenía que venir y comprar el animal del templo al precio que le imponían en el templo. Y no necesariamente era precio de oferta. Era un lindo negocio en el que se había convertido el templo, era un monopolio, una religión convertida en un monopolio comercial, todo para hacer negocios y para obtener ganancias. Una religión que se había trastornado.
¿Pueden entender ahora la indignación de Jesús? ¿Pueden entender ahora? Estos sacerdotes se aprovechaban del deseo de las personas de servir a Dios para enriquecerse. Por eso dice Jesús: «Habéis convertido mi casa en cueva de ladrones». Esto lo encontramos en Marcos, capítulo 11, versículo 17: «Y les enseñaba, diciendo: ‘¿No está escrito: Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones? Mas vosotros la habéis hecho cueva de ladrones’». Y Jesús estaba haciendo referencia al profeta Jeremías, en el capítulo 7, versículo 11, cuando decía: «¿Es cueva de ladrones delante de vosotros, delante de vuestros ojos esta casa sobre la cual es invocado mi nombre? He aquí que también yo lo veo, dice Jehová». No era algo nuevo, no era algo que ocurrió de repente. Esto venía pasando de manera continua y cada vez se agravaba más, todo ante la vista de los líderes religiosos que eran los responsables de guardar el celo por la casa del Señor.
Por eso Jesús toma el azote y empieza a echar a los animales, tumba las mesas de los cambistas, saca los animales del templo. ¿Se imaginan ese caos en ese momento? Toda esa cantidad de gente que había venido para la peregrinación, los animales corriendo despavoridos de un lado para el otro, las mesas tumbadas, las monedas por el piso y la gente desesperada para juntar sus monedas. Y los judíos le preguntan a Jesús: «¿Qué señal nos muestras ya que haces esto?». Y me gusta mucho la traducción de estas palabras en la versión Dios Habla Hoy. En el versículo 18 dice: «Los judíos le preguntaron: ¿Qué pruebas nos das de tu autoridad para hacer esto? ¿Qué pruebas nos das de tu autoridad para hacer esto?». Fíjense que la versión Reina Valera puede darnos la idea de que la intención de los judíos con esta pregunta era reprender la acción que hizo Jesús, pero en realidad estaban pidiendo credenciales, en realidad estaban cuestionando su autoridad. Si una persona toma esta iniciativa rompiendo con la normalidad de este lugar, o tenía alguna autoridad de parte del Señor, o era un desequilibrado mental. Y los judíos querían saber cuál de los dos casos era.
Pero la respuesta de Jesús, lejos de aclarar estas cosas, trajo más incertidumbre. Respondió Jesús y les dijo: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré». «En cuarenta y seis años se construyó este templo y vos decís que en tres días lo vas a reconstruir». Muchos habrían pensado: «Nosotros creíamos que era un profeta, pero evidentemente es un desequilibrado mental». Pero ellos no habían entendido absolutamente nada. ¿Ustedes recuerdan que en la última exposición comenté que Juan destaca siete señales en su Evangelio y estas se van interconectando como si fueran parte de un mensaje unidireccional? Todas apuntan a un solo objetivo y hoy vamos a ir atando algunos de estos cabos. Destruir este templo y en tres días lo levantaré de nuevo. Él estaba hablando de su cuerpo. Su cuerpo era el nuevo templo. ¿Pero por qué su cuerpo ahora representaba el templo? Porque el templo ya no era una estructura, no era un edificio como lo era en la antigüedad. El templo ahora era su cuerpo. ¿Cuándo y cómo pasó esto? Este es el corazón de esta exposición de hoy, ya que vamos a conocer la misión de un templo y los cinco templos donde la gloria de Dios se manifestó a los hombres.
Recordemos que en el Antiguo Testamento se levantaron dos templos por orden de Jehová: el tabernáculo en el desierto y el templo de Salomón. ¿Cuál era la misión? El templo era un lugar donde la gloria de Dios habitaba y nuestro Señor tenía comunión, revelándose en medio de su pueblo. Voy a repetirlo y lo vamos a repetir varias veces a lo largo de esta exposición: el templo era un lugar donde la gloria de Dios habitaba.
Era el lugar donde la gloria de Dios habitaba y nuestro Señor tenía comunión, se relacionaba con su pueblo y se revelaba en medio de su pueblo. En medio del Antiguo Testamento, en el desierto, el pueblo de Israel, tras salir de Egipto, levantó por orden de Dios el tabernáculo, una enorme especie de carpa donde dice la Palabra de Dios que la gloria de Dios descendía y tenía comunión con su pueblo. Este fue el primer templo, hermanos: el tabernáculo, el primer templo de Dios, un templo nómada que acompañaba al pueblo a donde iba, o mejor dicho, dirigía al pueblo.
Porque cuando la columna de la gloria de Dios se movía, cuando la columna se levantaba del templo, se levantaba del tabernáculo, recién ahí el pueblo podía moverse siguiendo a la columna de nube. Acompáñeme a Éxodo, capítulo 40, versículo 34: “Entonces una nube cubrió el tabernáculo de reunión y la gloria de Jehová llenó el tabernáculo, y no podía Moisés entrar en el tabernáculo de reunión porque la nube estaba sobre él y la gloria de Jehová lo llenaba. Y cuando la nube se alzaba del tabernáculo, los hijos de Israel se movían en toda su jornada, pero si la nube no se alzaba, no se movían hasta el día en que ella se alzaba, porque la nube de Jehová estaba de día sobre el tabernáculo y el fuego de noche estaba de noche sobre él, a la vista de toda la casa de Israel en todas sus jornadas.”
Era un lugar donde la gloria de Dios habitaba y nuestro Señor tenía comunión, revelándose en medio de su pueblo. Amén. Tras andar 40 años por el desierto, el pueblo de Israel llega a la tierra prometida por Dios, derrotan a los reyes de la tierra y toman posesión de esa tierra. Ahora Israel ya no es un pueblo nómada, ahora se establecen en la tierra que fue entregada por Jehová. Y Salomón, años después, tiene la orden de construir un templo físico, un templo fijo. Y la gloria de Dios nuevamente está en ese templo físico cuando Salomón reemplaza el tabernáculo hecho de carpa por un templo de piedra. Nuevamente ahí dice la Palabra de Jehová que la gloria desciende en el templo y tenía comunión con su pueblo. Acompáñeme a Segunda de Crónicas, capítulo 7, versículo 1: “Cuando Salomón acabó de orar, descendió fuego de los cielos y consumió el holocausto y las víctimas, y la gloria de Jehová llenó la casa. Y no podían entrar los sacerdotes así como pasó con Moisés en la casa de Jehová porque la gloria de Dios había llenado la casa. Y cuando vieron todos los hijos de Israel descender el fuego y la gloria de Jehová sobre la casa, se postraron sobre sus rostros en el pavimento y adoraron y alabaron a Jehová, diciendo: Porque Él es bueno y su misericordia es para siempre.”
Hermanos, este es el segundo templo. El primer templo, el tabernáculo en el desierto; el segundo templo, el templo de Salomón hecho de piedra. Era un lugar donde la gloria de Dios habitaba y nuestro Señor tenía comunión, revelándose en medio de su pueblo. Pero ¿qué pasó? El pueblo de Israel peca deliberadamente una y otra vez y rechaza los mensajes y las advertencias de los profetas enviados por Dios, y Dios trae castigo sobre Israel y los lleva cautivos a Babilonia. Y el templo es destruido. Por 400 años, luego de este episodio, hermanos, la gloria de Dios ya no está entre los hombres. La gloria de Dios se fue y no retornó. 400 años de silencio por parte de Jehová. El templo, con los años, fue reconstruido. El pueblo judío volvió del cautiverio a Jerusalén, pero la gloria de Dios no retornó jamás. Se quedaron sin experimentar la gloria de Dios y el pueblo esperaba poder volver a disfrutar de esa gloria, la misma gloria que disfrutaron sus padres, y pasaba generación tras generación. Pero esa gloria no volvía hasta que vino Jesús y el apóstol Juan destaca: “Y vimos su gloria, gloria como del unigénito”. La misma gloria que descendía en el tabernáculo y que luego descendía en el templo hecho por Salomón volvía a tener comunión con su pueblo, pero ahora ya no dentro de una estructura, ya no dentro de una edificación, sino en la misma persona de nuestro Señor Jesucristo. Hermanos, los dos primeros templos eran representaciones de la promesa que se iba a cumplir años después. Estas estructuras representaban el cumplimiento de las profecías de un Salvador, de un Mesías que iba a habitar en medio de su pueblo revelando al Padre. La gloria de Dios nuevamente había descendido y nuestro Señor tenía nuevamente comunión con su pueblo, revelándose en medio de su pueblo. Era el nuevo templo donde la gloria de Dios se volvía a manifestar a los hombres, ya no en forma de nube, ahora en carne y hueso. Y este, hermanos, es el tercer templo: es Cristo, el templo de Dios, el tercer templo en el cual se puede ver y disfrutar de la gloria de Dios. Por eso Juan decía en el capítulo 1: “Y vimos su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y verdad”. Es por esto que Jesús, cuando habla del templo, habla de sí mismo. Él era el nuevo templo. Él dice y muestra la señal de su propia resurrección cuando habla de levantar su cuerpo: “Destruid este templo y en tres días lo levantaré.” Los judíos no entendieron. Los judíos no entendieron. Ellos no miraron a Jesús, ellos miraban la enorme y majestuosa edificación y para ellos ahí dentro de esas paredes tenía que estar la gloria de Dios. Y Él dice: “Aquí y ahora en esta presencia está la presencia de Dios. En mí, en mí lo que simbolizaba este templo está aquí y ahora presente frente a ustedes.” Pero ellos no entendieron, y como no entendieron cumplieron la profecía y destruyeron el templo. Y el templo se levantó a los tres días de aquella tumba, y se levantó y se sentó a la diestra de Dios.
Ahora, tanto el templo del tabernáculo como el templo construido por Salomón tenían una particularidad muy importante y fundamental: ambos fueron santificados. ¿Y qué quiere decir santificado? Sencillo: apartado, separado de todos los edificios que había en Jerusalén. El templo era un lugar separado para el culto y el servicio al Señor. Ese no era un lugar para la práctica de deportes. Ese no era un lugar para pasear. Ese no era un lugar para hacer política y mucho menos era un lugar para hacer negocios o comerciar. Era un lugar donde se debía rendir culto y honra a Dios. ¿Y qué se encontró Jesús? Justamente lo opuesto: habían rebajado el lugar del encuentro con Dios a un vulgar mercado. Pisotean la santidad del templo y lo que representaba, llenándolo con animales y comerciando dentro de la casa de Dios. ¿Y qué representaba el templo, hermanos? Era el lugar donde la gloria de Dios habitaba y donde nuestro Señor tenía comunión, revelándose en medio de su pueblo. Ese templo representaba el anhelo de Dios de tener comunión con su pueblo.
Que manifestaba el anhelo, el deseo de revelarse a ellos, que representaba la obra del Mesías que vendría con la misma gloria de Dios y que ahora era Cueva de Ladrones. Ellos, sin saberlo, no solo blasfemaban con sus actos contra Dios, sino que blasfemaban contra el nuevo templo, contra Jesús, quien estaba ahí presente. Pero Jesús interviene y purifica el templo, y lo hizo no solo una vez, sino dos veces, porque Mateo, Lucas y Marcos cada uno describe otra purificación. Ellos describen una purificación al final de su ministerio, pero Juan acá está hablando de una purificación al comienzo de su ministerio. Esto se hizo en dos ocasiones y, en ambos casos, la presencia de estos comerciantes en los patios del templo ocupaba el único lugar donde los gentiles podían tener un lugar para orar. Esta deshonestidad de estos comerciantes solo agravaba esta situación. El templo, hermanos, tenía que ser un lugar puro, un lugar limpio para disfrutar de la gloria y de la presencia del Señor.
Pero, pese a que repetidas veces el Señor Jesús echó a estos comerciantes, ellos volvían y se volvían a instalar de inmediato. Pero ¿saben qué templo no pudieron profanar? A Jesús. Él mantuvo su pureza perfecta y cumplió con su rol de templo. Habitó en medio de su pueblo, tuvo comunión con su pueblo; en Él se manifestó la gloria del Padre y, por medio de Jesús, el Padre se reveló a su pueblo. Cumplida su misión, volvió a la eternidad para ser glorificado.
Ahora fíjense en esto: cuando Jesús es glorificado en la resurrección, no es que al irse el templo, al irse Jesús a la gloria de Dios, también se fue la presencia de Él. No, hermanos. Y ahora viene la parte más majestuosa de toda esta exposición, porque no es que Jesús se fue y volvimos a perder la posibilidad de disfrutar de la presencia y de la gloria de Dios. No, Él prometió que antes de irse enviaría al Consolador, al Espíritu Santo, que haría morada en nosotros. Y el templo de la gloria de Dios, hermanos, ahora se deposita en nosotros, y nosotros pasamos a ser templo de Dios. El Espíritu de Dios, el Espíritu de Cristo, ahora está presente dentro del creyente. Por eso los creyentes somos templo de Dios en nuestros corazones.
Acompáñenme a Primera de Corintios, capítulo 3, versículo 16. Primera de Corintios 3:16: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios mora en vosotros? Si alguno destruyere el templo de Dios, Dios le destruirá a él, porque el templo de Dios, el cual sois vosotros, santo es».
Ahora, hermanos, nosotros somos el cuarto templo de esta exposición. El Espíritu de Dios mora en nosotros. Los judíos esperaban volver a disfrutar de la gloria de Dios y hasta hoy siguen esperando, pero la gloria de Dios ya vino y habitó en medio de ellos, y ellos no le recibieron. Y cuando volvió a la eternidad, no dejó sin su gloria a su pueblo, sino que nos hizo templo de Dios y depositó allí su gloria. Dios ahora habita entre nosotros, dentro de nosotros. Primera de Corintios 6:19: «¿O ignoráis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, el cual está en vosotros, el cual tenéis de Dios, y que no sois vuestros? Sois templo de Dios porque habéis sido comprados por precio. Glorificad, pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu, los cuales son de Dios».
Pablo dice, hermanos, ahora son templo de Dios. Fueron comprados, rescatados de la destrucción a la que estaban condenados por el pecado para ser morada de Dios. Por lo tanto, debemos glorificar a Dios en nuestro cuerpo y en nuestro espíritu, porque ya no nos pertenecen, pertenecemos a Dios. Hermanos, Efesios, capítulo 2, versículo 19: «Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios, edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Cristo mismo, en quien todo el edificio bien coordinado va creciendo para ser un templo santo en el Señor; en quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu». En los creyentes, hermanos, Dios está construyendo su templo.
Nosotros ya no necesitamos buscar la presencia de Dios en el tabernáculo en el desierto, ya no necesitamos buscar la presencia de Dios en el templo hecho de piedra, sino que en nosotros, en los cristianos, en aquellos que hemos depositado nuestra confianza en Él, mora la presencia del Señor. Y el Señor sigue purificando su templo, que está en nuestros corazones, así como hace más de 2000 años el Señor purificó el templo, así también hoy está limpiando nuestro templo de todo aquello que le desagrada. Él sigue purificando ahora nuestro templo.
Esto nos conecta directamente con los versículos anteriores dentro de este mismo capítulo con las bodas de Caná. Recuerdan cómo Jesús transforma el agua en vino utilizando las tinajas que eran para la purificación de los judíos, una purificación que era meramente ritualista, externa, hipócrita, y Jesús con esta señal nos muestra que es Él quien es la verdadera purificación, que es Él el que verdaderamente puede purificarnos, cambiando nuestra esencia, haciendo de algo que ya existe algo totalmente nuevo.
Aquí, en estos versículos que hoy estuvimos leyendo, encontramos a Jesús purificando el templo de cosas banales y nos dice: «Yo soy el nuevo templo, donde nuevamente van a encontrar la presencia de Dios después de 400 años». Y ahora vemos que Él asciende y ahora este templo está en nosotros, y es Jesús la verdadera purificación, quien viene sacando de nuestro corazón todo aquello que deshonra su santo templo.
Primera de Corintios, capítulo 6, versículo 9: «¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis, ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores heredarán el reino de Dios. Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios».
Habíamos visto que el templo, para ser apto, tenía que ser santificado, tenía que ser apartado. Debemos despojarnos de todo aquello que contamina nuestro templo del Señor, que contamina nuestro cuerpo. Fíjense que Juan nunca cambió de tema en su evangelio, todo está conectado. Juan, en el capítulo 1, muestra la divinidad de Jesús, nos revela que el Verbo se hizo carne, que era Dios mismo quien descendía del cielo para traernos salvación. En el capítulo 2, en las bodas de Caná, nos muestra que Él es la verdadera purificación y que Él es el verdadero templo, que en Él habita el resplandor de su gloria y que esa gloria nos regala a nosotros.
¿Para qué fue creado el templo? Era el lugar donde la gloria de Dios habitaba y donde nuestro Señor tenía comunión, revelándose en medio de su pueblo. En el tabernáculo tenía esa misión y Dios manifestó su gloria. En el templo de Salomón tenía esa misión y Dios manifestó su gloria. En Cristo tenía esa misión y Dios manifestó su gloria. Y en nosotros tiene esa misión y Dios manifiesta su gloria en nosotros. Nosotros hoy, hermanos, debemos presentarnos como el templo vivo, pero el Señor debe purificarnos, amén. Y nosotros debemos anhelar ser purificados. Nosotros debemos despreciar, debemos desprendernos de todo aquello que contamina nuestro templo. Y acá apelo a tu conciencia, hermano, y al Espíritu Santo para que te auto examines. Yo no sé lo que vos tenés dentro de tu corazón y ustedes tampoco saben lo que yo tengo dentro del mío. Solo Dios y cada uno de nosotros sabemos. Nosotros sabemos lo que estamos haciendo mal delante de Él y sabemos todo lo que le desagrada. Y eso que te carcome, eso que te genera aflicción, eso que cuando haces es como una carga dentro tuyo. Cuando venís a la iglesia y te mostrás como el mejor de los hermanos, el mejor de los cristianos, la mejor de las cristianas, sabes que es solo una careta y que es solo una máscara.
Despojados del viejo hombre, decía Pablo. Limpia tu templo, saca todo lo profano, saca todo lo profano que está en tu templo para presentarte a Dios aprobado. Es trabajo, hermano. El Espíritu Santo te muestra lo que debes desechar. Jesús, hermanos, está limpiando su templo. ¿Para qué está limpiando su templo? Para el día en que estemos ante su presencia en el templo eterno y celestial. Y este, hermanos, es el quinto y último templo. El quinto y último templo, según mi orden, pero en realidad es el primero, porque este es el templo eterno, hermanos. El templo donde la gloria de Dios se muestra en todo su esplendor, donde nuestro Salvador
habita en toda la plenitud de su gloria en medio de su pueblo escogido. Pero allí ya no se va a revelar. ¿Saben por qué ya no se va a revelar? Porque en su presencia ya todo va a estar revelado y estaremos con nuestro Señor cara a cara, hermanos, disfrutando de todo el esplendor de su gloria. Acompáñenme a Apocalipsis, capítulo 21, versículo 3. Apocalipsis 21:3, el apóstol Juan, el mismo que escribió estos versículos en este evangelio que hoy estuvimos leyendo, describe: «Y oí una gran voz del cielo que decía: ‘He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios'».
¿Se dan cuenta de la misión del templo? «Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron. Y el que estaba sentado en el trono dijo: ‘He aquí yo hago nuevas todas las cosas’, así como el agua hecha vino. Y me dijo: ‘Escribe, porque estas palabras son fieles y verdaderas'».
Este es el lugar, hermanos, donde vamos a disfrutar por la eternidad de la gloria de Dios, habitando con Él para siempre, donde ya no habrá llanto porque seremos consolados, donde ya no habrá muerte ni dolor porque las primeras cosas pasaron. Esa es nuestra esperanza, y nosotros tenemos que vivir mirando a esa esperanza, a donde tenemos que apuntar. Ese es el templo eterno donde vamos a estar en la presencia perfecta de nuestro Señor.
Que al Señor sea la gloria por siempre. Amén.