LA GLORIA DEL UNIGÉNITO (Jn 1:14-18) – 25/02/24
Transcripción automática:
La exposición que voy a transmitir en el día de hoy la denomino «La Gloria del Unigénito». Una palabra muy recurrida y muy utilizada dentro del vocabulario de los cristianos es la palabra «Gloria», y casi siempre va acompañada dentro de la oración «Gloria a Dios», ¿verdad? Lo usamos mucho. Es una forma en que nosotros reconocemos que algún acontecimiento o alguna situación es puramente obra de nuestro Señor. Vino una solución inesperada para nuestro problema, ¿qué decimos? «¡Gloria a Dios!». Nos felicitan por algo bueno que hemos hecho, ¿qué decimos? «¡Gloria a Dios!».
Nuestro hijo pasa raspando con dos en febrero, ¿qué decimos? «¡Gloria a Dios!». Pero, ¿qué significa la palabra «Gloria»? Si usted tuviera que definir este concepto, ¿cómo lo describiría? ¿Cómo describiría la palabra «Gloria»? ¿Qué significa «Gloria»? Déjeme que le comparta un resultado posible. La palabra «Gloria» en el concepto teológico significa denotar la manifestación de la presencia de Dios y su esplendor. Denotar la manifestación de la presencia de Dios y su esplendor. Demasiado técnico, ¿verdad? O sea, cuando usted dice «Gloria a Dios», lo que usted está diciendo básicamente es que su presencia, su poder, se ha manifestado. Tu hijo se ha sanado, la presencia de Dios y su poder se han manifestado. ¡Gloria a Dios! Eso quiere decir. Esta palabra deriva de un verbo hebreo que significa morar o residir, por lo que también la palabra «Gloria» se puede identificar como «morada de Dios». Y guarde este concepto, hermanos, porque nos va a ser muy útil dentro de unos minutos. La palabra «Gloria» viene del verbo hebreo que significa morar, residir. Dios morando o residiendo.
Y esto nos lleva a los versículos que hoy vamos a estar analizando a la luz de las Escrituras. Y quiero que me acompañen al Evangelio de Juan en el capítulo 1 y en el versículo 14. Juan 1:14. El apóstol dice: «Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros, y vimos su Gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad». ¿En qué contexto se dan estos versículos? Bueno, no hace muchos domingos expuse sobre cómo Juan, en el comienzo, en el prólogo del Evangelio, se encargaba de destacar la divinidad de Jesús, presentándolo como el Verbo, señalando su preexistencia con Dios. Él ya existía antes de que el mundo fuera. Él no fue creado con la creación, ni tampoco su existencia comienza cuando Él nace, ¿verdad? También su coexistencia con Dios.
Él habitaba con el Señor y Juan nos presenta la segunda persona de la Trinidad. Y por último, su autoexistencia. A Él no se le da la vida. Él es la vida y Él la sustenta. Y ahora el apóstol Juan nos lleva unos versículos más abajo y en el versículo 14 nos dice que este Verbo, Jesús preexistente, que habitaba con Dios y es la vida, se despojó de sus atributos en la eternidad y vino a este mundo haciéndose carne. «Y aquel Verbo fue hecho carne». Mencioné en aquel sermón que Juan dice «hecho carne» y no «hecho hombre». Y no porque Él no fuera hombre. Jesús fue Dios-Hombre, pero el apóstol quiere remarcar que Él fue completamente humano y completamente Dios. Él no era un ente celestial que tomó la apariencia como de un humano. No, Él fue hecho carne, un humano completo, nacido del vientre de una mujer, pasó nueve meses en desarrollo, nació como un bebé indefenso y frágil, como su hijo, como su hija, o como usted mismo.
Y así llegamos a los versículos que leímos hoy, nuestros versículos de cabecera para esta exposición, donde Juan continúa diciendo «y habitó entre nosotros». «Y habitó entre nosotros». En nuestro lenguaje actual, el término «habitó» nos da una idea de que alguien vivió en algún lugar. Decimos «Jesús habitó en Jerusalén» y damos una idea de que ahí tenía su casa, su familia. No es nada más que eso, ¿verdad? Pero el significado en el lenguaje original da una idea mucho más profunda que esta. Su traducción a nuestro lenguaje no refleja todo lo que puede comprender en el idioma griego. Con el griego pasa algo muy parecido a lo que pasa con el idioma guaraní: se transmiten muchas ideas en las palabras. ¿Vieron cuando usted cuenta un chiste en guaraní? Para los que saben hablar guaraní, cuando usted cuenta un chiste en guaraní y hay una persona que no entiende, usted le traduce el chiste, ¿verdad? Y al traducir del guaraní al castellano, ya no es simpático y la persona se queda así como esperando el remate del chiste. Y usted ya contó todo el chiste y no tiene sentido. Y ahí siempre tenemos que explicar, «eh, lo que pasa en guaraní es más simpático, ¿verdad?» Porque al traducirlo pierde el significado o la idea original. Bueno, en el griego pasa algo muy similar.
Transmite muchas ideas en su lenguaje. Lo que dice el texto literalmente es que Jesús, el Verbo, puso su tabernáculo entre nosotros. «Habitó entre nosotros», «acampó entre nosotros», «montó su tienda de campaña», «hizo tabernáculo». Fíjense que acá tenemos dos conceptos muy similares. Dijimos que «Gloria» deriva de un verbo hebreo que se traduce como «presencia», «esplendor», pero también significa «morada de Dios». Y «habitó» en el griego significa «hacer campamento», «montar tienda de campaña», «hacer tabernáculo». Es más, la palabra griega «habitar» incluso es muy parecida a la palabra hebrea para referirse al tabernáculo de reunión, donde la Gloria de Dios descendía para tener comunión con su pueblo antes de la construcción del templo. Acá Juan está haciendo un juego de palabras y está tratando de hacernos entender el verdadero significado de la Encarnación de Dios, relacionando el nacimiento del Señor Jesucristo con lo que ocurría en el tabernáculo de reunión en el Antiguo Testamento.
Y esto obviamente nos lleva directamente al libro de Éxodo. ¿Por qué nos vamos al libro de Éxodo? Bueno, porque tenemos que conocer el contexto de la Gloria de Dios. Dios en el tabernáculo al que hacía referencia el apóstol Juan. Y vaya buscando Éxodo capítulo 25 en el versículo 8. Éxodo 25:8. Nos vamos a quedar un rato en este libro para dimensionar detalladamente lo que describe Juan en su Evangelio. Acompáñeme a Éxodo 25:8 y la Palabra de Dios dice: «Y harán un santuario para mí, y habitaré en medio de ellos». Y a partir de ahí encontramos una descripción detallada de cómo debía construirse el santuario, que tenía una medida más o menos de 45 por 23 metros, un espacio un poco mayor que el terreno donde está esta iglesia, y estaba prácticamente rodeado por el atrio exterior, donde el sacerdote se purificaba con agua y ofrecía los sacrificios exigidos por la Ley de Moisés para el perdón de los pecados. Después, ya entrando en la tienda, el primer espacio con el que el sacerdote se encontraba era el Lugar Santo, donde se encontraba el candelabro de oro con los siete brazos, la mesa de los panes de la proposición y el altar donde se quemaba el incienso, dividiendo al Lugar Santísimo con un velo grueso de cuero sólido. Se dice que si una persona se ponía en la parte superior del velo del templo con una espada, le era imposible cortarlo de punta a punta. Y este es el velo que se rompió cuando Cristo murió en la cruz.
El velo que estaba en el templo. Ahí solo podía entrar el sumo sacerdote una vez al año en el Día de la Expiación o Yom Kipur, donde los pecados eran temporalmente removidos. El tabernáculo era el lugar donde el pueblo de Israel se encontraba con Dios. Vayan asociando Juan 1:14 con estos textos. Juan dice «y habitó entre nosotros», ¿no? Bueno, en el tabernáculo Dios habitó en medio de su pueblo. Era el lugar donde Dios se revelaba, donde los pecados eran expiados. En Éxodo 29:42 dice Dios que Él se encontraría con ellos en el tabernáculo para hablarles allí. «Esto será el holocausto continuo por vuestras generaciones a la puerta del tabernáculo de reunión delante de Jehová, en el cual me reuniré con vosotros para hablaros allí». Un lugar de reunión, revelación y propiciación. Ese era el lugar donde la justicia de Dios era temporalmente satisfecha por los pecados del pueblo. El centro de todo era la morada de Dios. En el centro de ellos estaba Dios. Fíjese en ese mismo capítulo en el versículo 45 y 46 dice: «Y habitaré entre los hijos de Israel y seré su Dios. Y conocerán que yo soy Jehová su Dios, que lo saqué de la tierra de Egipto para habitar en medio de ellos. Yo, Jehová,
su Dios». Dios siempre quiso tener comunión con su pueblo. Y fíjense en el capítulo 33, en Éxodo capítulo 33 versículo 7, Dios iba a traer su presencia de una manera especial, en una forma de nube. Éxodo 33:7: «Y Moisés tomó el tabernáculo y lo levantó lejos, fuera del campamento, y lo llamó tabernáculo de reunión. Y cualquiera que buscaba a Jehová salía al tabernáculo de reunión que estaba fuera del campamento. Y sucedía que cuando salía Moisés al tabernáculo, todo el pueblo se levantaba y cada cual estaba en pie a la puerta de su tienda. Miraban en pos de Moisés hasta que él entraba en el tabernáculo». ¿Y qué pasaba en ese momento cuando Moisés entraba en el tabernáculo? La columna de nube descendía y se ponía a la puerta del tabernáculo, y Jehová hablaba con Moisés. «Y viendo todo el pueblo la columna de nube que estaba a la puerta del tabernáculo, se levantaba cada uno a la puerta de su tienda y adoraba. Y hablaba Jehová a Moisés cara a cara, como habla cualquiera con su compañero». Un detalle más, un detalle más en Éxodo capítulo 40, antes de dejar el libro de Éxodo y volver, en el versículo 34, al final de este libro, cuando el tabernáculo fue terminado, la Gloria de Dios descendió, pero ya no como antes, cuando Moisés entraba.
Fíjense: «Entonces una nube cubrió el tabernáculo de reunión, y la Gloria de Jehová llenó el tabernáculo. Y no podía Moisés entrar en el tabernáculo de reunión porque la nube estaba sobre él y la Gloria de Jehová lo llenaba. Y cuando la nube se alzaba del tabernáculo, los hijos de Israel se movían en todas sus jornadas. Pero si la nube no se alzaba, no se movían hasta el día que ella se alzaba. Porque la nube de Jehová estaba de día sobre el tabernáculo, y el fuego estaba de noche sobre él, a vista de toda la casa de Israel, en todas sus jornadas». Ahora, la Gloria de Dios vino a residir en el lugar, vino sobre el tabernáculo y lo cubrió. Y el pueblo de Israel no podía moverse hasta que la Gloria de Dios se movía de ahí, y ellos se movían con la Gloria de Dios. El tabernáculo era la representación del anhelo de Dios de tener comunión con su pueblo. Él hizo provisión para estar en medio de su pueblo sin pasar por alto su justicia. Hermanos, allí moró la presencia de Dios por 400 años. Por 400 años, hasta que el tabernáculo fue sustituido por el templo de Salomón. Recuerden que cuando Israel estaba andando por el desierto, el tabernáculo era básicamente una carpa enorme, una carpa gigante. Pero a Salomón se le entregó la responsabilidad de construir un templo para reemplazar esta carpa por un edificio. ¿Y qué pasó cuando se terminó el templo e introdujeron el arca del pacto?
La nube llenó la casa de Jehová. Acompáñenme al libro de Reyes, Primera de Reyes, capítulo 8, versículo 10. Primera de Reyes 8:10 dice: «Y cuando los sacerdotes salieron del santuario, la nube llenó la casa de Jehová, y los sacerdotes no pudieron permanecer para ministrar por causa de la nube, porque la Gloria de Jehová había llenado la casa de Jehová». ¿Se imaginan ese espectáculo, hermanos? Lo mismo que al concluir el tabernáculo pasó en el templo, y así ocurrió por cientos de años, hasta que Jehová entregó al pueblo de Israel en manos de los babilonios a causa de su idolatría y de su pecado. La ciudad de Jerusalén, hermanos, fue destruida junto con el templo, y desde ese momento su Gloria ya no se vio más en este mundo.
Por 600 años, el pueblo de Israel no pudo disfrutar de ver, de tener la bendición de la Gloria de Dios morando en medio de ellos, hasta el día que el Verbo se hizo carne. Estaba el tabernáculo definitivo en el que el pueblo volvía a encontrarse con su Dios, Emmanuel, Dios con nosotros. En el Antiguo Testamento, en el tabernáculo, Dios habitó en medio de su pueblo y mostró su Gloria. Y Juan dice que Jesús, el Hijo de Dios encarnado en este mundo, habitó en medio de su pueblo y mostró su Gloria, y vimos su Gloria. Así como en el tabernáculo vimos su Gloria, Cristo es el tabernáculo de carne. Esa es la referencia que hace el apóstol Juan en este fragmento del Evangelio: «Y vimos su Gloria, Gloria como del unigénito del Padre».
Era nuevamente la Gloria de Dios que volvía a habitar en medio de su pueblo, pero no era la misma manifestación. Es por esto que Juan apunta: «Gloria como del unigénito del Padre». Es que lo uno y lo otro, hermanos, no tiene comparación, porque Jesús reveló al Padre y no la nube. Es por eso que Jesús dice: «El que me vio a mí, ha visto al Padre». Esta Gloria no solo venía a morar entre los hombres, esta Gloria revelaba al Padre para que lo conozcan, para que se acerquen, para que hallen consuelo, paz y, por sobre todo, perdón. Ahí estaba la Gloria de Dios nuevamente, luego de siglos desde que Israel fue entregada a los babilonios. La Gloria de Dios volvía a habitar en medio de su pueblo: «Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros, y vimos su Gloria, Gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad».
¿Se dan cuenta cómo Juan, siempre interesado en revelar la divinidad de Jesús a los hombres, nos muestra que aquella Gloria de Dios en el tabernáculo había vuelto a habitar con su pueblo en la forma del Hijo de Dios? Nos describe a Dios mostrando su Gloria a través de su Hijo, lleno de gracia y de verdad. ¿Y por qué lleno de gracia y de verdad? Lleno de gracia, de perdón, de misericordia, porque Jesús podía venir de otra manera. Jesús podía venir como juez justo a castigar a los pecadores, podía venir a volcar el paso de la ira de Dios sobre nosotros, pero Él no venía a traer juicio sino perdón para todos aquellos que le recibieron, a todos aquellos que creen en su nombre. Cristo venía, hermanos, a cumplir el pacto eterno, el pacto de redención, a restaurar el pacto que Adán quebrantó, el pacto de obras, y a establecer el pacto de gracia, de perdón, a restaurar nuestra relación con Dios que habíamos perdido por el pecado.
Hermanos, vino lleno de gracia y de verdad. ¿Saben qué provoca la verdad? La verdad provoca confianza, la verdad provoca fe. Yo creo cuando sé que algo es verdad, yo confío cuando sé que algo es verdadero. ¿Qué pasa si un amigo viene y le dice: «Préstame dinero, tuve un inconveniente, necesito con urgencia que me ayudes»? Si su amigo es correcto, si siempre cumple con su palabra, si es una persona firme en sus valores, usted le va a prestar el dinero sin titubear. Es más, le va a prestar el dinero sin ningún tipo de garantías. Pero si su amigo lleva una vida desordenada, si su amigo, como se dice en un lenguaje popular, es falluto, si siempre pone excusas para todo, si es inestable, se pueden dar tres situaciones: usted no le presta el dinero, o le presta con muchas garantías de por medio, o le presta sabiendo que esos billetes ya volaron de su billetera para siempre, ¿verdad? Pero el que anda en verdad provoca confianza, la verdad provoca eso, el que habla siempre con verdad genera confianza. Y cuando Jesús vino, no solo hablaba con verdad, Él estaba lleno de verdad y Él era la verdad. Juan 14:6 dice: «Jesús le dijo: Yo soy el camino, la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por mí». En Juan 8:32 dice: «Y conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres». ¿Qué verdad conoceremos? A Cristo, a nuestro Salvador, la verdad misma, sus preceptos, sus promesas, sus bendiciones. Es por eso que Juan dice «lleno de gracia y verdad». Tenemos perdón y confianza, la gracia nos extiende la misericordia de Dios y la verdad nos da confianza y la seguridad de que lo que Jesús dice es fiel para que confiemos plenamente, para que tengamos fe.
En Hebreos capítulo 6, versículo 18, dice: «Para que por dos cosas inmutables, en las cuales es imposible que Dios mienta, tengamos fortísimo consuelo los que hemos acudido para asirnos de la esperanza puesta delante de nosotros, la cual tenemos como segura y firme ancla del alma, y que penetra hasta dentro del velo, donde Jesús entró por nosotros como precursor hecho sumo sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec». «Y que penetra hasta dentro del velo». ¿Qué velo? El velo del templo, aquel velo de cuero sólido que estaba en el templo y que estaba en el tabernáculo y que no se podía romper por nada, pero que se rasgó de punta a punta cuando Jesús muere en la cruz por nuestros pecados. Hermanos, la verdad produce confianza y fortísimo consuelo para agarrarnos de esta esperanza puesta delante de nosotros.
En Éxodo 34:5 dice el escritor: «Y Jehová descendió en la nube y estuvo allí con él, proclamando el nombre de Jehová. Y pasando Jehová por delante de él, proclamó: Jehová, Jehová, fuerte, misericordioso y piadoso, tardo para la ira y grande en misericordia y verdad». Los atributos de Dios, los atributos de Dios presentes también en su Hijo: su gracia, su misericordia y la verdad. Es que Jesús era hombre, pero también era Dios y, por ende, tenía todos los atributos del Padre en Él. Dos naturalezas completamente distintas se unen en una sola persona, naturaleza humana y naturaleza divina en una sola persona, pero sin mezclar entre ambas. Es por esto que Jesús representaba la misma Gloria que la Gloria del Padre.
Y sigamos con nuestros textos en el Evangelio de Juan. El apóstol continúa diciendo en el versículo 15: «Y Juan dio testimonio de Él y clamó diciendo: Este es de quien yo decía: El que viene después de mí, es antes de mí; porque era primero que yo. Porque de su plenitud tomamos todos, y gracia sobre gracia. Porque la ley por Moisés fue dada, pero la gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo». Con Cristo, hermanos, se revela la totalidad de la gracia. Jesús venía a salvarnos porque el hombre estaba muerto, estábamos muertos, estábamos muertos en nuestros delitos y nuestros pecados y no podíamos salir de esa condición. No olvidemos que Cristo vino, encarnó en este mundo con una misión redentora, para cumplir el pacto de obras que Adán rompió, para cumplir el pacto de obras que Adán rompió y restaurar la vida eterna, la bendición que Dios había prometido a Adán si él cumplía.
Es por eso que el apóstol Juan nos decía unos versículos antes que la luz verdadera venía a este mundo. ¿Para qué venía, hermanos? Para cumplir el pacto hecho en la eternidad, por eso venía con una misión redentora y no era posible esta misión redentora sino desde la condición de hombre. En Colosenses 2:13 dice: «Y a vosotros, estando muertos en pecados y en la incircuncisión de vuestra carne, os dio vida juntamente con Él, perdonando todos los pecados, anulando el acta de los decretos que había contra vosotros, que nos era contraria, quitándola de en medio y clavándola en la cruz». Si nosotros nos vamos al diccionario, hermanos, la palabra muerte significa fin de la vida, punto. Pero para la Palabra de Dios, la muerte es un estado de separación. La muerte física es el resultado de la separación entre la parte física y la parte espiritual del hombre, pero la muerte espiritual es la separación entre el hombre y Dios a causa del pecado.
Por eso, desde que el hombre peca, muere espiritualmente. Y es por eso que estamos muertos en nuestros delitos y pecados. Por eso, cuando el muerto es unido a la vida, se produce la resurrección. Hemos resucitado en Cristo, hermanos. Efesios 2:6 dice: «Y juntamente con Él nos resucitó y, asimismo, nos hizo sentar en los lugares celestiales con Cristo Jesús, para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe.»
Ahí tenemos a Jesús, hermanos. Vino a este mundo en la plenitud de su gloria, trayendo gracia, perdón y verdad, revelando al Padre. Es por esto que culmina Juan diciendo en el versículo 18: «A Dios nadie le vio jamás; el unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, Él le ha dado a conocer.»
¿Por qué es tan importante que Jesús nos diera a conocer al Padre? Porque no se puede amar lo que no se conoce, hermano. Jesús no quería que nuestra relación con Dios fuera algo simplemente ritualista o protocolar. La gloria de Dios en el tabernáculo era para tener comunión con Su pueblo, y Jesús venía a traer esa gloria nuevamente, pero llevándola a un nivel muy superior, donde podíamos conocer íntimamente a Dios como nunca antes, entendiendo Su misericordia como nunca antes. Hermanos, al mirar a Jesús, al mirar Su carácter, al mirar Sus acciones durante Su vida en esta tierra, podemos ver la manifestación de la gloria de Dios y entender mejor al Padre.
En el libro de Hebreos, en el capítulo 1 y en el versículo 2, dice que Jesús es el resplandor de la gloria de Dios. Dice el escritor a los Hebreos: «En estos postreros días nos ha hablado por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo y por quien, asimismo, hizo el universo; el cual, siendo el resplandor de Su gloria y la imagen misma de Su sustancia, sustenta todas las cosas con la palabra de Su poder. Habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de Sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas.» Ese Dios distante, quizás incomprensible, ahora habitaba entre nosotros y nos revela la voluntad del Padre de una manera sencilla, para que los hombres se acerquen confiadamente a Su perdón.
La gloria de Dios estaba nuevamente haciendo tabernáculo entre los hombres, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz. A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron, dice Juan en el versículo 11 de este mismo capítulo. Pero, antes hermanos, de que nos horroricemos con el dedo inquisidor de cómo estos israelitas pudieron rechazar a nuestro Salvador, no nos olvidemos, hermanos, de que nosotros estábamos contados con ellos. Vergüenza siento al escuchar mi voz entre las burlas, decía el himno que cantamos hoy. ¿No es que acaso nosotros éramos mejores que ellos? ¿Éramos diferentes a ellos? ¿O es que acaso nosotros sí vivíamos una vida piadosa, una vida recta delante de Dios? ¿O es que acaso nosotros sí buscábamos, en nuestro estado natural, agradarle y servirle a Dios? No, hermano, nosotros éramos igual que ellos, o peores. Me animo a decir peores. Si nosotros hubiéramos estado en aquel tiempo, hermano, nosotros íbamos a estar entre la muchedumbre gritándole «¡Crucifíquenle!». Íbamos a estar burlándonos. Es más, hasta yo creo que estaríamos llevando los clavos para que lo claven en la cruz.
Pero Dios, de Su misericordia, no solo dispuso el cordero perfecto para que se pague por nuestros pecados, sino que también envió al Espíritu Santo para que nos convenza de esta condición, para que quite el velo del medio de nuestros ojos, para que podamos ver aquella gloria, aquella gloria como del unigénito, lleno de gracia y de verdad.
Hermano, ¿sabe qué nos hizo diferentes a ellos? Cristo Jesús. Si nosotros hoy podemos ver la gloria habitando entre nosotros, si nosotros hoy podemos ver al Padre revelado, si nosotros hoy tenemos comunión restaurada con Dios, si nosotros hoy encontramos perdón para nuestra iniquidad, es solo por Cristo. Si no fuera por Cristo, hermanos, nosotros tampoco veríamos la gloria de Dios. Romanos 3:23 dice: «Por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios, pero siendo justificados gratuitamente por Su gracia mediante la redención que es en Cristo Jesús.» La gloria en el Antiguo Testamento habrá sido un espectáculo impresionante, hermanos, pero la gloria del unigénito fue aún mucho más sublime. Es por esta gloria que vino a este mundo que usted y yo hoy podemos estar acá sentados en el banco de una iglesia, dándole honra a Dios. Ellos vieron Su gloria, ellos vieron Su gloria, Su presencia y Su poder manifestado. ¿Se acuerda del término «y habitó entre ellos»? Hizo tabernáculo, hizo morada en medio de Su pueblo.
Y nosotros, también Su iglesia, vimos Su presencia y vimos Su poder, vimos Su gloria cuando Él nos llamó a ser hijos Suyos y habita entre nosotros, porque somos morada del Espíritu Santo. Juan 14:16 dice: «Y yo rogaré al Padre, y os dará otro Consolador, para que esté con vosotros para siempre, el Espíritu de verdad, como vino Cristo, lleno de gracia y de verdad, al cual el mundo no puede recibir porque no le ve ni le conoce, pero vosotros le conocéis porque mora con vosotros y estará en vosotros.» Usted puede entender que esa gloria, esa presencia, ese esplendor de Dios que moró en medio de Israel en el tabernáculo y en el templo, que habitó en medio del pueblo cuando Jesús vino a este mundo, hoy habita en usted. Usted hoy es depositario de la gloria de Dios, usted hoy es templo de Dios, usted es morada del Espíritu Santo de Dios. Esa gloria no se fue como pasó en el templo en el Antiguo Testamento. Esa gloria tampoco se fue con Jesús en la cruz. Al contrario, vino a morar, vino a habitar, vino a hacer tabernáculo en usted, y lo hizo justificado, lo hizo santo, heredero e hijo de Dios. Esto solo le puede llevar a dar gloria a Dios, gloria al unigénito. Su presencia y Su poder se han manifestado en usted, hermano, y usted hoy sí puede decir con toda autoridad: «Vimos Su gloria, gloria como del unigénito, lleno de gracia y de verdad.»
A Él sea la gloria por siempre, hermano, porque no hay mérito en nosotros. Esto no nos tiene que llevar a jactarnos, esto no nos tiene que llevar a gloriarnos a nosotros mismos. Al contrario, no hay mérito alguno en nosotros, hermanos. Esto nos tiene que llevar a humillarnos porque la misericordia de Dios fue tan grande, el despojo del Señor de Sus atributos fue tan grande, y todo, todo para que nosotros hoy podamos decir: «Vimos Su gloria, gloria como del unigénito.»