LA HONRA DEL SALVADOR SACERDOTAL (Heb 5:4-6) – 01/09/24

Transcripción automática:

Como ya se anunció, continuamos con la serie expositiva consecutiva del Libro de Hebreos. Hasta aquí, yo lo digo como si fuera el primer predicador, el primero que escucha el sermón. Realmente me ha ayudado mucho en la medida en que progresaba. Mientras estudiaba, iba viendo y me mostró la hermosura, la riqueza y la gracia que hay en la persona de Cristo. Todos esos tesoros hermosos los he podido apreciar en el Libro de Hebreos, y hoy nuevamente vamos a apreciar uno de esos tesoros en específico, en Hebreos capítulo 5, versículos 4 al 6.

Biblias abiertas en ese pasaje, Hebreos capítulo 5, versículos 4 al 6, que es el pasaje o la unidad de pensamiento para esta mañana. Y dice así: «Y nadie toma para sí esta honra sino el que es llamado por Dios, como lo fue Aarón. Así tampoco Cristo se glorificó haciéndose sumo sacerdote, sino el que le dijo: ‘Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy,’ como también dice en otro lugar: ‘Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec.’» Amén.

El título del sermón de hoy es «La Honra del Salvador Sacerdotal» y el sermón está dividido en dos encabezados. El primero de ellos es «La Honra del Sacerdocio» y el segundo encabezado es «La Honra del Salvador Sacerdotal.» El primer encabezado contempla el versículo número 4, que es la honra del sacerdocio, y el segundo encabezado, que es la honra del Salvador Sacerdotal, contempla los versículos 5 al 6.

Antes de explicar el texto que ya fue expuesto, es siempre bueno recordar para mantener el hilo y saber dónde estamos ubicados en la Escritura. Hebreos, la Epístola a los Hebreos: ¿a quién se le escribió esta epístola? ¿Quiénes eran los destinatarios? A la gente a la que se le escribió la carta eran cristianos judíos que se encontraban perseguidos, y muchos cedían a la presión de la persecución y abandonaban la fe. Ahora, entonces, si se le escribió a ellos, ¿de qué trata la epístola y cuál es su propósito? Bueno, Hebreos viene a cumplir la función de un potente discurso que exhorta a perseverar, a considerar a Cristo, a tomar fortaleza en Él. Y esto, obviamente, está dedicado a los cristianos tentados en abandonar o desalentados. Perfecto, pero a la luz de qué. A la luz de la completa superioridad de Cristo, de quién Él es y de lo que ha hecho por nosotros. Ahí, en esa luz de lo que Cristo hizo, es que se puede perseverar y tomar fortaleza. En el libro vemos que Jesús es superior a los profetas, a los ángeles, que es más grande que Moisés y que es el gran sumo sacerdote. Es el Mediador de un nuevo pacto, y esa obra tan maravillosa del nuevo pacto y ese Salvador tan hermoso y tan superior a todos hizo una obra que se aplica a la vida del creyente, y es por eso que es tan fuerte, tan firme la idea de poder perseverar en Él, porque es seguro. Es una obra segura, es una mediación segura, es un sacerdocio seguro y es una superioridad absoluta a todo. No hay más por encima. Es así que, amados hermanos, justamente los versículos estudiados el domingo pasado y este tienen que ver con eso, con el sacerdocio de la persona de Cristo, que es el único sacerdote o el único sacerdocio perfecto por el cual nosotros podemos tener acceso a la presencia del Padre.

En nuestro primer apartado, o el primer apartado es «La Honra del Sacerdocio.» La honra del sacerdocio en el versículo 4 de este capítulo. El autor recordó que es necesario que cualquier sumo sacerdote sea constituido, designado o llamado como tal. Ahora vuelve a este tema primero para ver cómo funcionó en tiempo del Antiguo Testamento para luego aplicarlo al Señor Jesucristo. La cuestión fundamental es esta: ahora, si hay un sumo sacerdote, ¿quién le constituye al sumo sacerdote? ¿Quién establece, quién nombra, quién designa y cómo lo hace? Bueno, ahora nosotros tenemos muy presente un término más. En este lado del mapa, vivimos en tiempos de democracia. ¿Le suena la palabra democracia? Ahora, el sumo sacerdote, alguien que representa al pueblo, entonces uno puede verse tentado a pensar que el sacerdote se elige por la votación del pueblo. Pero según nuestro texto, aunque es cierto que el sacerdote representa al pueblo ante Dios, sin embargo, no se le elige en las urnas, no se le elige por votación, sino que, ¿sabe por quién es nombrado? Por Dios. Fue la decisión de Dios, al ver la derrota de todo el género humano representado en Adán en el Edén, conceder un mediador libremente. Dios ofreció un mediador para qué? Para que, en la condición de pecado, el hombre pudiera nuevamente restaurar su relación con Dios. Ahora, si es que atienden la lógica, si es que Dios es el que da el mediador, ¿acaso a Él también no le corresponde establecer quién es ese mediador, quién debía ser o cómo debía cumplir su mediación? Es lógico que es Dios el que establece, no es. Entonces, por elección popular como se constituye el sacerdocio, ni mucho menos por una ambición personal de alguien. Nadie, dice el texto, toma para sí esta honra, la honra del sacerdocio. Y esa palabra «nadie» me gusta. La palabra «nadie» es muy simple, significa nadie conforme a las Escrituras. Nadie ostenta un cargo en el pueblo de Dios si no le fuere constituido por Dios. Por lo tanto, cuando una iglesia reconoce o designa a personas para ejercer ciertas funciones, eso no se hace con ligereza, como dice Primera de Timoteo 5:22, sino comprendiendo que es un asunto sagrado y con la convicción de que Dios es el que produjo un llamamiento. Si esa convicción no hay, entonces tampoco procede la designación. La constitución de ministerios en el pueblo de Dios es un asunto solemne, pero a la vez un asunto glorioso también, hermoso. Pablo, describiendo su propio llamamiento como apóstol, se asombra de la misericordia de Dios, no solamente de que Dios le haya salvado cuando él perseguía la iglesia, sino de que después le haya concedido la gracia de ser apóstol a los gentiles. Es otra manifestación más de la gracia de Dios cuando nos llama a ejercer ministerios en medio de su pueblo, funciones en medio de su pueblo. Y puesto que esto es un acto de gracia, una concesión, un alto honor, entonces volvemos a la misma lógica: ¿a quién le pertenece ese atributo? A Dios. Dios es el que designa. Ahora, en nuestra condición caída y rebelde natural, muchas veces no nos gusta. No nos gusta la sumisión, y esto también va en contra de la tendencia natural de querer destacar y de querer tener la preeminencia. Nos cuesta aceptarlo cuando alguien que consideramos menos capacitado que nosotros, o del cual sencillamente tenemos envidia, es nombrado por Dios para ocupar un cargo al que nosotros mismos, por ahí, aspiramos. ¿Y de dónde vienen muchos de esos conflictos que entorpecen la vida de la iglesia, la marcha en la iglesia? ¿De dónde provienen? Santiago nos contesta que vienen de nuestras envidias, de nuestras rivalidades a causa del afán de protagonismo y esas ambiciones carnales manifestadas en el ministerio de la iglesia. Y ahí se comete el atrevimiento de invadir un terreno que solo le pertenece a Dios. Y eso no queda ahí. La consecuencia es la división y el caos. ¿Por qué? Porque es Dios el que tiene la autoridad.

Aquí tienes el texto corregido:


Bueno, aquí a qué me refiero con todo esto o a qué quiero llegar: quiero llegar a un ejemplo bíblico de cuando se estableció el sacerdocio en el Antiguo Testamento. Hubo una conducta o una respuesta no santa en relación a eso. En el Antiguo Testamento vemos ese ejemplo en el ejercicio del sacerdocio. Vean esto: por muy espiritual que fuese la persona, por muy buenas intenciones que tuviese y el deseo de servir al Señor que tuviese, igual nadie se puede atribuir el título. Y si lo hacía, tenía que atenerse a las consecuencias.

En Números 16, por ejemplo, encontramos la historia de Coré y de sus compañeros. Ellos procedieron con un espíritu democrático, como si leyeran mucho la Constitución, con un espíritu democrático que en este siglo 20 hubiera sido bastante bien visto. Ellos decían: “No somos menos que vosotros los sacerdotes. Nosotros también formamos parte del pueblo de Dios. ¿Por qué no podemos ejercer funciones sacerdotales como Aarón y sus hijos? Centran todo en una familia. Pero eso es una injusticia lo que ustedes están haciendo, una discriminación. Nosotros también queremos.”

¿Qué podían hacer Moisés y Aarón contra esta lógica humana? Ahí ya le plantearon prácticamente la Constitución y no sé qué otra ideología republicana. ¿Qué iban a hacer Moisés y Aarón en ese episodio? Lo único que les quedaba era apelar a Dios: “Señor, Tú tienes que intervenir, indicar claramente quién ha sido escogido para este ministerio.” Entonces, Dios hizo abrir la tierra, y Coré y sus compañeros fueron tragados vivos. No vamos a leerlo, pero si usted quiere corroborarlo luego o ahora, Números 16:1 al 33. Ahí anótelo.

Así aprendió Israel que Dios se reserva para sí el derecho de designar a quién quiere para el sacerdocio y que castiga a los que pretenden ser sacerdotes sin haber sido constituidos como tales por Él. Dios establece, Dios nombra el sacerdocio, Dios concede esa honra. No le pertenece a nadie el atributo de arrogarse ese mérito. Bien lo dice nuestro texto: “Nadie toma para sí esta honra sino el que es llamado por Dios.” Nuestro autor de Hebreos, después de denunciar el principio, añade un ejemplo, el de Aarón. De hecho, él fue constituido claramente por voluntad divina, tan claramente que es como si Dios hubiese cuidado especialmente su nombramiento a fin de que todo el mundo comprendiese que solo Dios tiene el derecho de realizar eso. Le corresponde solamente a Dios. Dios quiere comunicar a su pueblo sin que pueda haber la más mínima duda al respecto que Él constituye los sacerdotes, y nadie toma para sí esta honra. Y que es su voluntad que el sacerdocio sea solamente realizado por la casa de Aarón. Ese es el contexto al cual apunta el pasaje, básicamente que Dios estableció y Dios establece quién es el sacerdote. La designación es divina, es soberana.

Ahora, ¿dónde vemos a Cristo en el pasaje? O mejor dicho, ¿dónde vemos el sacerdocio de Cristo? Ahí, la respuesta está en los versículos siguientes, y ahí entramos a nuestro segundo encabezado: «La Honra del Salvador Sacerdotal,» versículos 5 al 6. Y dice así: “Así tampoco Cristo se glorificó haciéndose sumo sacerdote, sino el que le dijo: ‘Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy,’ como también dice en otro lugar: ‘Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec.’” Qué clarito, ¿verdad? Como la palabra del Señor no tiene huecos. Si hemos usado tiempo en considerar estos pasajes, ha sido porque eran textos bien conocidos por los lectores de la Epístola a los Hebreos, que eran judíos cristianos. A ellos se les habla del sacerdocio, y en la pantalla de su mente ya les salen todos estos pasajes porque era muy conocido para ellos. Y acá nosotros vemos que, contundentemente, de manera total, se establece lo que el autor quiere señalar: la idea de que nadie toma para sí esta honra sino el que es llamado por Dios, y solo por Dios, bajo pena de muerte en el caso de Coré y sus compañeros. Es decir, que es tan fuerte, es tan firme el decreto de Dios de que solamente la designación le compete a Él que no hay lugar a dudas.

Ahora, hacemos bien en recordar que el autor afirmó que Jesucristo es nuestro sumo sacerdote. Tenemos un gran sumo sacerdote que traspasó los cielos: Jesús, el Hijo de Dios. Bueno, algún objetor o alguien que quiera ser un poco más severo y poner a prueba los textos puede tener preguntas como: ¿Cómo se atreve Jesús a ostentar este cargo si para ello tiene que ser constituido por Dios? Y, ¿cómo puede ostentar si Dios mismo decretó que solo la casa de Aarón puede ocupar el sacerdocio? ¿Qué pasó ahí?

Esas son preguntas justamente contestadas en los versículos 5 y 6. Y detrás de ellas hay otra: la sola idea de Jesús como nuestro sacerdote, ¿de dónde la sacó el autor? ¿Acaso la inventó? ¿Qué pasó ahí? Nosotros, como creyentes, vivimos a 2000 años de distancia de la redacción del Nuevo Testamento, y estamos tan familiarizados ya con la idea del sacerdocio de Jesús que ya no nos sorprende. Pero a cualquier lector hebreo del primer siglo enseguida hubiera dicho algo así como: “No puede ser, pero Jesús era de la tribu de Judá, no de la tribu de Leví, a la que le correspondía el sacerdocio. Y Dios estableció explícitamente que los sacerdotes tenían que proceder de la tribu de Leví.” Ahí tenía un problema, dirían. Hasta se puede interpretar esa objeción como la pretensión de que el sacerdocio de Jesús es inválido. Además, en los escritos de los apóstoles no hemos leído que Jesús fuera sacerdote. Es cierto que Jesús es compasivo, sí, que nos comprende, se identifica con nosotros como conviene a todo buen sacerdote, pero no puede ser sacerdote solo porque manifiesta ciertas cualidades humanas. La palabra de Dios establece como requisito imprescindible la designación divina, el nombramiento divino, el establecimiento divino del sacerdocio. ¿Y qué dice el autor? No, no es algo que yo inventé, no es algo que a mí se me ocurrió mientras estaba almorzando, sino que eso es algo que el Espíritu Santo ya nos comunicó. De antemano, todas las Escrituras apuntan a la mediación de Cristo. Si los demás autores del Nuevo Testamento no lo citan, no importa; en el Antiguo Testamento está claramente establecido el sacerdocio del Mesías. Además, el Antiguo Testamento establece que el sacerdocio de Cristo ha sido designado por el Padre y no es ninguna usurpación que está haciendo Jesús. Y, por otra parte, puede ser sacerdote legítimo porque su sacerdocio pertenece a un orden más antiguo que Aarón. Jesús es sacerdote según el orden de Melquisedec, y ahí cierra perfectamente la idea. Dice nuestro texto: “Así tampoco Cristo se glorificó haciéndose sumo sacerdote, sino el que le dijo.” Fue el que le glorificó, que es Dios: “Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy.” Ahí se estableció el llamamiento. Él no se glorificó a sí mismo haciéndose sumo sacerdote. Esa es la idea. Y, obviamente, resulta difícil imaginar que Jesús hubiera usurpado una posición que no le corresponde, porque todo el sentido de su vida era contrario a tomar para sí la honra. La vida de Jesucristo se caracterizó por la humildad, por su entrega a favor de los demás, por la negación de aspiraciones y ambiciones personales. Eso quedó totalmente afuera. En ningún momento se nos dice que haya luchado para justificarse, que haya luchado para ganar poder, que haya luchado para ganar prestigio, o que haya humillado a los demás para ganar prestigio para sí mismo. No. Él siempre buscó, en su misión y en humillación, hacer la voluntad de Dios, no por su propio honor. Y esa es la gran pregunta: ¿mi corazón está hambriento de hacer la voluntad de Dios humildemente, o quiero el reconocimiento? Ante las acusaciones de los judíos, Él pudo contestar: “Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria nada es; mi Padre es el que me glorifica, el que vosotros decís que es vuestro Dios.” Eso dice Juan 8:54. Ven cómo se conserva el patrón de que no toma para sí la honra.

Bueno, ¿y a los discípulos qué les dijo? “Mi comida es que yo haga la voluntad del que me envió y acabe su obra.” Esa es su comida, someterse a la voluntad del Padre (Juan 4:34). En Jesús vemos a alguien que fue como Cordero al matadero, sin abrir la boca, sin defenderse siquiera, ni mucho menos intentar alcanzar poder o prestigio. O como lo dice Isaías, es un siervo sufriente. Por lo tanto, los autores bíblicos también son unánimes en decir que fue Dios mismo el que le glorificó y exaltó, le dio poder y le dio autoridad. Pedro explicó esto en la predicación en el día de Pentecostés, en Hechos 2:32 en adelante. Dice: “A este Jesús resucitó Dios, de cual

todos nosotros somos testigos. Así que exaltado por la diestra de Dios” (notemos que no dice “a la diestra de Dios” sino “por la diestra de Dios”) “y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu, ha derramado esto que vosotros veis y oís. Sepa, pues, ciertísimo toda la casa de Israel que a este Jesús a quien vosotros crucificasteis, Dios le ha hecho Señor y Cristo.” Dios le ha hecho Señor y Cristo, no Él a sí mismo. Dios no se resucitó a sí mismo ni tomó para sí la honra de ser exaltado a la diestra de Dios, ni la de derramar el Espíritu, ni tampoco la de ser Señor y Cristo. Todos estos honores los tiene por una concesión del Padre.

Prueba bíblica: una más. Esto es lo que dice Pablo en Filipenses 2:5 en adelante: “Cristo Jesús se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre.” Se repite siempre el mismo patrón: le dio, Dios le exaltó, Dios le dio. Perfecto. Bueno, hasta acá queda completamente destruida y fulminada cualquier apreciación que pueda dar la idea de que Cristo usurpó el cargo. Claro que no. Dios le exaltó hasta lo sumo. Dios le dio un nombre sobre todo nombre. Excelente.

Pero, ¿qué hacemos con la tribu de Leví si tu sacerdote es de la tribu de Judá? Versículo 6: “Como también dice en otro lugar: Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec.” Un orden anterior al establecimiento del sacerdocio aarónico. Esta frase también procede de un salmo que habla del Mesías prometido, que es el Salmo 110, con el cual ya hemos trabajado antes (110:4 específicamente): “Juró Jehová y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec.”

A nosotros, que somos una cultura occidental, quizás no nos haga tanto eco, pero a los hebreos naturales, hablarles de estos salmos mesiánicos era algo significativo. Ellos dominaban estos salmos; los conocían, los recitaban, los cantaban, etcétera. Sabían perfectamente el calibre de lo que se estaba mencionando. Y esto es contundente porque, con el propio elemento que ellos conocían, se estaba aclarando el establecimiento del sacerdocio de Cristo. Dios se vuelve al Mesías y le dice: “Tú eres sacerdote para siempre.” Queda establecido entonces lo que ya veníamos diciendo: el autor de Hebreos no inventó la doctrina del sacerdocio de Jesús. El Antiguo Testamento afirma que el Mesías será sacerdote. Solo se puede dudar del nombramiento de Jesús como sacerdote si se duda del Mesías, y como sabemos que Jesús es el Mesías prometido, según las Escrituras y la realidad, Jesús es Dios, Jesús es el Mesías prometido, y Jesús es el sacerdote para siempre.

¿Cómo es posible esto? Ahí tenemos un desafío. ¿Por qué? Porque Melquisedec era sacerdote, pero también era rey. Esos dos oficios no se podían juntar. Que el mismo Mesías reúna en su persona las dos funciones, si Dios mismo ya dio el trono a los descendientes de David y el sacerdocio a los descendientes de Aarón, la respuesta está en la segunda parte del versículo que se escribió siglos antes de que Jesús naciera: “Eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec.” Claramente, Jesús no puede ser a la vez hijo de David y sacerdote según el orden de Aarón, pero no hay nada que impida que lo sea según el orden de Melquisedec. Esta cita del Salmo 110 elimina toda incompatibilidad entre la realeza y el sacerdocio del Mesías. Vemos cómo todo está tan claro, tan limpio y tan nítido: Jesús es un mediador perfecto, eterno y suficiente para llevarnos a la presencia del Padre.

Ven cómo es confiable. Y no solo eso, la doctrina del sacerdocio de Cristo no solo hace posible, sino que hace necesario el sacerdocio de Cristo. Aarón no fue el único sacerdote del Antiguo Testamento; siglos antes, Abraham se había arrodillado delante de Melquisedec, sacerdote del Dios Altísimo, y había recibido su bendición. Obviamente, Abraham y Melquisedec adoraban al mismo Dios. El Dios de Abraham ya tenía un sacerdote fiel en Canaán siglos antes del establecimiento del sacerdocio de Aarón. Lo que es muy importante para el caso que estamos considerando es que ese sacerdote, como dijimos, era rey, rey de Salem (Génesis 14:18). La referencia bíblica según las Escrituras habla de este Melquisedec: “Melquisedec fue sacerdote del Dios Altísimo,” y fue reconocido como tal por Abraham, el padre de la fe. Recibió los diezmos de Abraham y lo bendijo. Fue rey de Jerusalén o Salem. Siglos después, David conquistó la ciudad de Melquisedec y la convirtió en su capital. David, en cierto modo, fue heredero de Melquisedec, pero ningún rey de Israel podía ser a la vez sacerdote. Sin embargo, conforme con lo que David mismo profetizó en el Salmo 110, vino el día cuando el gran hijo de David, al que David llamó Señor, subió a los cielos para ser constituido por el Padre como rey del universo y sacerdote para siempre. En Jesucristo se cumplieron tanto la realeza de Melquisedec como su sacerdocio. Y dice el Salmo 110:4: “Estas dos palabras: Juró Jehová y no se arrepentirá” para que sea un llamamiento firme, irrevocable, bien establecido. Juró Jehová y no se arrepentirá: “Tú eres sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec.” El nombramiento de Jesucristo es solemne. Dios jura por sí mismo porque no hay otro superior por el cual pueda jurar. El juramento de Dios es irrevocable, inmutable. Por medio del juramento, Él mismo constituye el sacerdocio del Mesías. Y esto no es algo que el salmista haya inventado, ni que el autor de Hebreos haya adquirido por iniciativa propia. Con tanta firmeza como Dios reveló a Israel que Él mismo había elegido a Su hijo para ejercer el sacerdocio.

Ahora nos revela lo mismo en cuanto a nuestro Salvador Jesucristo. Además, jura que el sacerdocio de Cristo será para siempre. El sacerdocio de Jesús, comparado con el de Aarón, es eterno. Hoy mismo y siempre que lo necesitemos, podemos consolarnos con el pensamiento de que tenemos un Sumo Sacerdote que ejerce un ministerio con una duración permanente. Qué importante es recordar que tenemos un Sumo Sacerdote constituido a favor de nosotros, que somos pecadores, que necesitamos a alguien que nos represente ante Dios. Pero cualquier representante que yo pueda escoger no será válido, no podrá reunir esas condiciones para poder entrar en la presencia de Dios. Es por pura gracia que Dios nos provee un Mediador que sí reúne las condiciones y que lo hace al precio de Su Encarnación y de Su muerte. Él es nuestro Rey pero también nuestro Sacerdote. A la vez, es nuestro Moisés, es nuestro Aarón, es nuestro David, es nuestro Melquisedec.

Ahora, iglesia, hemos expuesto la palabra, la hemos explicado. Pero sería un despropósito no poder llevarlo por obra. ¿Y qué obra, preguntaría algún hermano lúcido? Excelente pregunta, y esas son las aplicaciones que podemos extraer de este texto. Primeramente, nadie toma para sí esta honra. Mi servicio a Dios no es solamente lo que hago dentro del edificio de la iglesia. La respuesta es no. Mi servicio a Dios es absolutamente todo lo que hago: cuando me levanto, cuando como, cuando hago lo que sea, cuando me voy a un lugar, todo lo hago para la gloria del Señor. Ya sea que alguno coma o beba, hágalo para la gloria del Señor.

Ahora bien, hay una realidad: hay tareas en particular en las cuales yo vuelco un sacrificio especial. Yo me sacrifico, estudié, me tomé el tiempo y el esfuerzo para hacer algo, y a veces no se me reconoce. Mi marido no me reconoce lo que hago, mi esposa no me reconoce lo que hago, mis hijos no reconocen todo el amor, la entrega y la dedicación que tengo por ellos. Yo no veo en la realidad que se reconozca todo lo que estoy haciendo. Pero sabes qué, eso no es tu trabajo. Tu trabajo no es recibir honra. El que tiene que recibir gloria, honra y alabanza es la persona de Cristo, que ni aún Él tomó para sí esa honra, sino que le fue conferida por el Padre.

Sabes qué, tu trabajo no es andar sirviendo al ojo, como los que quieren agradar a los hombres, dice Colosenses, sino con corazón sincero, temiendo a Dios. Y todo lo que hagáis, hacedlo de corazón como para el Señor, y no para los hombres, sabiendo que del Señor recibiréis la recompensa de la herencia, porque a Cristo el Señor servís. Qué clara es la palabra. Más el que hace injusticia recibirá la injusticia que hiciere, porque no hay acepción de personas. Tu trabajo es sembrar para la gloria del Señor. La gloria, honra y alabanza es de Él. Así que, naturalmente, eso, si no te puedo juzgar, es porque en nuestra naturaleza caída escuchamos mucho con el deseo de aprobación. Todos queremos ser aprobados por alguien, queremos ser reconocidos.

Pero acá está la palabra del Señor claramente que nos dice que no tenemos que servir al ojo, como queriendo agradar a los hombres, sino con corazón sincero, temiendo a Dios. Así que, mi hermano, no te entristezcas si no se reconoce lo que haces en tu familia, entre tus amigos, en la iglesia. No te entristezcas. Tú sigue sembrando, sigue dando todo para aquel a quien has de dar cuenta, y listo. Ten paz en Él. Haz todo lo que hagas en dependencia del Espíritu Santo y sigue marchando hacia la eternidad.

Ahora, hay un concepto que me encanta y que disfruto siempre. Medito en la eternidad. El sacerdocio de Cristo es según el orden de Melquisedec, pero ninguna figura puede representar al dedillo o perfectamente la grandeza del Señor Jesucristo. Ninguna. El sacerdocio de Cristo nos permite tener acceso a la presencia de Dios, es un acceso ilimitado en el tiempo, y este consuelo lo extraigo del hecho de que Cristo tendrá una segunda venida. Esta historia actual, esta historia de tristezas, miserias y pecados, lo cual hizo necesaria la obra del sacerdocio de Cristo, tiene un final, y el final está escrito en la Biblia explícitamente en el Apocalipsis. Los suyos estarán en una presencia eterna con el Padre, y allí veremos a Cristo, y todo ojo lo verá y toda rodilla se doblará delante de este Rey y Sacerdote.

Pero muchos irán a la perdición, y otros, como los que han creído, irán a la presencia de Él. Así que ten en cuenta esta aplicación: habrá una segunda venida. Consuélate en que Cristo te recibirá con los brazos abiertos en el cielo porque creíste en Su obra expiatoria y porque Él traspasó los cielos. Tú tienes acceso al lugar santísimo, que es la presencia del Señor. Pero si no has creído, esta no es una noticia gloriosa. Si no has creído, esta es una mala noticia. Estás a un paso de la eternidad sin Dios. Qué triste es haber tenido la oportunidad de escuchar el evangelio y no haberlo aceptado. Qué triste. Así que te exhorto, amigo o amiga que has venido a escuchar la palabra del Señor, arrepiéntete de tus pecados, deshazte de la rebeldía, evita la tragedia de no tener a Dios en tu vida. Porque Él es Dios, Él es Señor, y solamente por Cristo tienes la puerta, el acceso a la eternidad. Arrepiéntete de tus pecados, cree que Cristo ha hecho un sacrificio por ti, un sacrificio gratuito, y el Señor borrará cada uno de tus pecados, todas las actas que te son contrarias. Todos los pecados anotados en el libro pasan a ser como nada. Tus pecados pasan al fondo del mar si te arrepientes y crees en el evangelio.

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