LA VERDADERA RELIGIÓN (Rom 2:25-29)- 07/07/24

Transcripción automática:

Y mientras se van acomodando, les invito a que abran su Biblia en la Epístola de Pablo a los Romanos, en el capítulo 2. Hoy, con la ayuda del Señor, quiero compartir con ustedes lo último de este capítulo, los versos del 25 al 29. Amén. Leemos entonces:

«Pues en verdad la circuncisión aprovecha si guardas la ley; pero si eres transgresor de la ley, tu circuncisión viene a ser incircuncisión. Si pues el incircunciso guarda las ordenanzas de la ley, ¿no será tenida su incircuncisión como circuncisión? Y el que físicamente es incircunciso, pero guarda perfectamente la ley, te condenará a ti, que con la letra de la ley y con la circuncisión eres transgresor de la ley. Pues no es judío el que lo es exteriormente, ni es la circuncisión la que se hace exteriormente en la carne; sino que judío es el que lo es en lo interior, y la circuncisión es la del corazón, en espíritu, no en letra; la alabanza de la cual no viene de los hombres, sino de Dios.»

Pablo continúa, mis hermanos, desarrollando la problemática en la cual está sumergida toda la raza humana en este desarrollo de la doctrina de la culpabilidad y la pecaminosidad del ser humano. Él había dividido a la humanidad en dos grandes grupos. Por un lado, había los malos que parecen malos, que se ven como malos, y por otro lado, había los malos que parecen buenos.

A este primer grupo, los malos que se ven como malos, él ya los condenó a la ira de Dios por causa de su injusticia, por haber negado a aquel Dios que se revela de manera a través de la creación e incluso en sus propias mentes. Ahora, en el capítulo dos, él se está dirigiendo ya a otro grupo, a este segundo grupo, los malos que parecen buenos. Este segundo grupo dice reconocer a Dios; de hecho, ellos se jactan de Él, y no solamente eso, sino que también a su manera ellos cumplen con la ley de este Dios. Este segundo grupo parece estar en la verdadera religión, pero no lo está.

Este segundo grupo son los judíos moralistas. Los judíos moralistas dicen y hasta por momentos parecen estar cerca de Dios, ser hijos de Dios, pero lo cierto y lo trágico es, mis hermanos, que su corazón está tan lejos de Dios como el de los gentiles inmorales, los griegos, los romanos paganos.

Lo cierto, mis hermanos, es que este segundo grupo, a diferencia del primero, es mucho más difícil de convencer o de acusar. No por falta de pruebas, sino porque este segundo grupo no puede verse de la manera en que Dios lo ve. Pablo dice que Dios los ve, pero ellos no podían verse a sí mismos como pecadores merecedores del juicio divino. Como ya Pablo bien lo dijo en el versículo 5 de este mismo capítulo, ellos no podían ver eso. Para ellos, que alguien los acuse de esa manera era algo sumamente injusto y hasta descabellado, una completa locura.

Una completa locura que alguien diga eso de ellos. Ellos no podían verse de la manera en que Dios los veía. Para ellos, aplica esa frase común: no hay peor ciego que aquel que no quiere ver. Ellos no podían verse, pero tampoco querían verse de esa manera, porque esa verdad era sumamente incómoda para ellos. Que se les diga pecadores a ellos, que se creían santos, dueños del cielo y de todo lo bueno de parte de Dios, era algo completamente inaceptable.

Podemos ver esta misma actitud de los judíos, esta autopercepción errónea que ellos tenían de sí mismos, incluso en el ministerio de nuestro Señor Jesucristo. Cuando el Señor Jesús, en Juan 8, les acusa de ser esclavos necesitados de libertad, ellos, enfurecidos, responden al Señor. ¿Y qué le dicen en Juan 8:33? «Linaje de Abraham somos y jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: Seréis libres?» Qué locura es esta, Jesús, que nosotros necesitamos libertad; jamás hemos sido esclavos de nadie. Más adelante, en este mismo capítulo de Juan 8, Jesús les hará una acusación aún más severa y les dirá: «Ustedes en realidad son hijos del diablo.» Esto fue algo completamente descabellado para ellos, que los enfureció y explicó: «La verdad es que Jesús, vos estás completamente endemoniado para decir eso. No me cabe duda de que estás loco o endemoniado.» Ellos, en Juan 8:52, le dicen: «Ahora conocemos que tienes demonios. Qué locura es esta, Jesús. Solo un loco endemoniado puede decir semejante cosa de nosotros, que somos santos del Señor, que vivimos conforme a su ley, que Él es nuestro Dios.»

¿Cómo puede decir eso? Esta misma actitud a la que se enfrentó el Señor Jesucristo es la que ataca Pablo en este capítulo 2 de Romanos. Y a lo largo de este capítulo, ya venimos viendo cómo él fue atacando y derribando los argumentos en los cuales ellos se refugiaban en su autoengaño. A esta altura del capítulo, en estos versos 25 al 29, Pablo ya les ha quitado, en primer lugar, su confianza nacionalista, como bien Él menciona en el verso 11 de este mismo capítulo, cuando les dice: «Porque no hay acepción de personas para con Dios.» O sea, su nacionalidad no los va a salvar; están en la misma condición que los gentiles. Luego de eso, les quitó la falsa seguridad que ellos tenían en la ley, en poseerla y en conocerla. En el versículo 23 de este capítulo 2 de Romanos, Pablo les dice: «Pues tú que te jactas de la ley, con infracción de la ley deshonras a Dios.»

Pablo continúa ahora y apunta directamente a la última columna que sostiene su erróneo pensamiento religioso, nacionalista y legalista. Este último gran argumento que tenían los judíos moralistas para sostener su falsa religión no era otro que la circuncisión. He titulado, hermanos, el sermón de esta mañana «La verdadera religión» y quiero que en esta mañana veamos dos puntos. En primer lugar, ¿qué no es la verdadera religión? Y en segundo lugar, ¿qué es la verdadera religión?

¿Se entendió? Lo dije bien. Continuamos entonces. Pablo continúa desarrollando sobre la falsa religión en la que estaban sumergidos estos judíos, como ya bien lo enseñamos domingos atrás. Pablo continúa desarrollando la falsa religión en la que estaban estos judíos, o bien eso que no es la verdadera religión. Y en el verso 25 él dice: «Pues en verdad la circuncisión aprovecha si guardas la ley; pero si eres transgresor de la ley, tu circuncisión viene a ser incircuncisión.»

Y si hay algún nuevo, algún visitante aquí, o algún hermano desprevenido que está pensando: «Bueno, pero ¿qué es la circuncisión? ¿De qué trata eso?» Yo me voy a tomar unos minutos en primer lugar para responder eso porque es fundamental. La circuncisión, amigos y hermanos, trata de una intervención quirúrgica donde se extirpa el prepucio del miembro genital masculino. Es una intervención quirúrgica en el miembro genital masculino. Esto que se hacía físicamente fue dado como parte de un pacto. Este rito religioso fue dado como una señal de un pacto que hizo Dios con Abraham, en el cual Dios le dijo a Abraham que Él le daría una descendencia que sería bendita y por medio de esa descendencia bendita, Él bendeciría a todas las naciones. Todos aquellos, entonces, que se circuncidaban, que se marcaban la piel de esa manera, que retiraban eso de su cuerpo, se identificaban con ese pacto que Dios había hecho con Abraham. Ahora, ellos que se marcaban serían parte de ese pueblo, y por lo tanto, al identificarse con esa marca, con ese pacto, ellos pasaban a someterse a las ordenanzas de ese pacto, a vivir bajo todas las leyes que Dios dio en ese pacto en Génesis 17.

Y quiero que me acompañen porque quiero que lo leamos para que ustedes vean que no lo intenté esto antes de venir. Génesis 17:9-14 dice la palabra del Señor:

«Dijo de nuevo Dios a Abraham: En cuanto a ti, guardarás mi pacto tú y tu descendencia después de ti por generaciones. Este es mi pacto que guardaréis entre mí y vosotros y tu descendencia después de ti: será circuncidado todo varón entre vosotros. Circuncidaréis, pues, la carne de vuestro prepucio, y será por señal del pacto entre mí y vosotros. De ocho días será circuncidado todo varón entre vosotros por vuestras generaciones: el nacido en casa y el comprado por dinero a cualquier extranjero que no fuere de tu linaje. Debe ser circuncidado el nacido en tu casa y el comprado por dinero, y estará mi pacto en vuestra carne por pacto perpetuo. Y el varón incircunciso, el que no hubiere circuncidado la carne de su prepucio, aquella persona será cortada de su pueblo; ha violado mi pacto.»

Alguno podría estar aquí escuchando todo esto, que se cortaba una parte del miembro masculino y que eso era parte de una señal de un pacto que Dios había hecho con Abraham. Y puede estar pensando: “¿Por qué una señal tan rara? ¿No podía Dios haber elegido una incisión en las palmas de las manos, quizás en la frente? ¿No podía haber elegido una marca con un metal caliente en la piel, algo que quedara grabado como un tatuaje, como lo hacen hoy en día las parejas para identificarse la una con la otra? ¿No había algo mejor, menos vergonzoso?” La respuesta es que no, mis hermanos, porque nadie, ni ustedes ni yo, tenemos una mejor idea que la de Dios. Fue así porque era la mejor manera, y por eso Dios la eligió. La circuncisión no era un fin en sí misma; no tenía solo una connotación física, sino que tenía un sentido espiritual y apuntaba a algo mayor: una consagración.

La circuncisión, hermanos, y tenemos médicos entre nosotros y espero no errar, porque yo no sé nada de Medicina, pero he investigado un poco. Desde el punto de vista físico y médico, la circuncisión tiene que ver con una mayor higiene y protección contra múltiples infecciones. De hecho, muchos urólogos recomiendan la circuncisión por esta razón, sin que tenga nada que ver con lo religioso. Es una especie de purificación física, eliminando una parte del cuerpo para una mayor limpieza e higiene y para protegerse de muchas enfermedades e infecciones.

De manera análoga, la circuncisión representa una purificación espiritual, mis hermanos, una consagración del alma para vivir en obediencia al Señor. Figuradamente, porque la circuncisión representaba algo simbólico: ese corte físico en el miembro masculino también representaba un corte espiritual que apartaba a la nación de Israel de las demás naciones. Era un acto de consagración, una marca que señalaba que este ser humano era propiedad exclusiva de Dios y vivía bajo las ordenanzas de un pacto que Él había establecido.

Fíjense, mis hermanos, cómo es importante no solo la marca, sino también la forma de vida dentro de las ordenanzas de aquel pacto. Por esta razón, la circuncisión tenía verdadero valor para aquellos que vivían según las ordenanzas de aquel pacto. El simple hecho de tener esa marca no hacía necesariamente a alguien parte del pueblo de Dios; lo que realmente hacía parte del pueblo de Dios era un corazón obediente que vivía para amar y honrar a Dios.

Por otro lado, lo cierto es que los judíos malinterpretaron todo. Como ya hemos visto, todos los privilegios que Dios les dio—la ley, la circuncisión, Él mismo—en lugar de acercarlos a Dios en amor y honra, lo tomaron como un escudo para protegerse de Él. Nunca entendieron el sentido ni de la ley ni de la circuncisión. La circuncisión, para ellos, se redujo a algo netamente externo, físico, sin el sentido profundo que tenía que ver con el corazón, con la disposición del corazón para honrar a Dios en amor.

La circuncisión pasó a ser para ellos casi un acto supersticioso, como si por el simple hecho de tener esa marca en la piel ya fueran seres especiales, merecedores del cielo. Su confianza en este rito era tal que conservaban frases rabínicas como: “Los hombres circuncidados no descienden al infierno; la circuncisión librará a Israel del infierno.” Incluso, un comentarista, si no me equivoco, John Stott, menciona que los judíos decían: “Abraham está a las puertas del infierno para impedir que un circuncidado vaya allí.”

Fíjense qué importancia le daban a esta marca física, como si tuviera algún poder especial. La distorsión de este rito fue tan grande que lo aislaron de su contexto pactual. Lo separaron de Dios mismo, considerando que por sí sola la marca ya los llevaría al cielo. Creían que al estar circuncidados, tenían el boleto al cielo asegurado y se veían a sí mismos como seres especiales. Esta misma sensación de ser especiales los llevaba a menospreciar a los demás que no tenían la circuncisión.

De hecho, para los incircuncisos, ellos los llamaban de esta manera: perros malditos. Sabemos que para ellos los perros eran animales inmundos, o sea, lo que ellos estaban diciendo es que los incircuncisos eran inmundos; eso es lo que eran: malditos. Ellos eran seres especiales, los demás no. A esta clase de judíos es a la que Moisés exhorta con este pensamiento tan superficial y simplista del rito. Moisés les dice en Deuteronomio 10:12: “Ahora, pues, Israel, ¿qué pide Jehová tu Dios de ti, sino que temas a Jehová tu Dios, que andes en todos sus caminos y que lo ames y sirvas a Jehová tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma, que guardes los mandamientos de Jehová y sus estatutos que yo te prescribo hoy para que tengas posteridad?”. Y más adelante, fíjense lo que dice el verso 16 de este capítulo: “Circuncidad, pues, el prepucio de vuestro corazón, y no endurezcáis vuestra servicio.” No se trata solo de rituales externos. Lo que Dios demanda no es solo que te marques la piel con un bisturí; no es solamente una marca externa. Dios demanda un corazón que lo ame, y en virtud de ese amor, que lo honre guardando sus mandamientos o los estatutos de aquel pacto. No es solamente eso externo; es algo mucho más profundo. Ellos estaban llenos de rituales, llenos de prácticas. Toda esa pomposidad religiosa les hacía tener una falsa confianza. Esto parecía así, pero no era en realidad la verdadera religión. Ellos tenían prácticas, se conducían de una manera determinada, se vestían de cierta manera, hacían ciertos ritos y sacrificios. Parecían la religión correcta, pero lo cierto es que su corazón estaba muy lejos de Dios. Ellos no entendieron absolutamente nada.

Y si tú estás aquí, amigo y hermano, pensando qué terrible esto de los judíos, este es el momento en que nosotros debemos preguntarnos, mis hermanos, ¿en qué estamos basando nuestra religión, nuestro cristianismo? ¿En qué estás basando tú tu religión? ¿Crees tú que los rituales, el hecho de venir hoy y participar en la Cena del Señor, el hecho de haber sido bautizado en las aguas del bautismo, el hecho de haber venido esta mañana al ayuno, el hecho de participar en algún servicio, crees tú que todas esas prácticas o rituales te hacen acepto para con Dios? ¿Crees que Dios te acepta porque tú participas de la Cena y porque te bautizaste? ¿Crees tú que todas esas cosas te hacen un ser especial, distinto a los hermanos que no pudieron participar o a los otros que no pudieron venir al ayuno? ¿No te das cuenta de que si tú pudiste hacer eso, si puedes participar de eso o si puedes servirle, no es porque tú, aisladamente, lo conseguiste, sino porque Dios, de pura gracia, te lo concedió? ¿No estás pudiendo ver que los ritos, nuestra obra y absolutamente todo es por gracia del Señor? Nosotros no actuamos independientemente del Dios que es soberano y que controla hasta lo más minúsculo en su universo. ¿En qué estamos basando nuestra religión? ¿No serán, mis hermanos, que nosotros también ya estamos siendo arrastrados por ese ser legalista que vive en nuestros miembros, en nuestra naturaleza caída, creyendo que somos aceptos porque tomamos la Cena, creyendo que somos aceptos porque hemos sido bautizados, creyendo que somos aceptos porque no faltamos a ninguna reunión? Piénsalo. Pensemos en esta mañana en qué estamos basando nuestra religión. ¿O creemos que realmente somos aceptados por Dios porque Cristo, en la cruz del Calvario, durante toda su vida, con su muerte y su resurrección, y hasta el día de hoy intercediendo por nosotros, Él nos hace aceptos delante de Dios, y no por lo que nosotros hacemos?

En los versos 18 y 17 del capítulo 2 de Romanos, Pablo ya venía acusándoles y les dijo que ellos tenían el título honorífico de judío, de ser parte del pueblo de Dios, que se glorían en Dios, que se apropiaban de Él. Hay un solo Dios, y es nuestro. Tenían la ley divina, y no solamente la tenían, la conocían, la manejaban como nadie. Conocían la voluntad de Dios, les dice Pablo. Pero lo cierto es que ninguno de estos privilegios y beneficios los exime del juicio de Dios, como bien les dijo Pablo. Ahora Pablo va más allá en su acusación, en su análisis. Me gusta cómo comenta esto Matthew Henry. Él dice que Pablo persigue al judío hasta su más recóndita madriguera y procede a despojarlo de su último gran refugio: su ilusa confianza en la posesión de la circuncisión. En el verso 25 que leímos, Pablo les dice: “Pues en verdad la circuncisión aprovecha si guardas la ley; pero si eres transgresor de la ley, tu circuncisión viene a ser incircuncisión.” La Nueva Versión Internacional lo dice de la siguiente manera: “La circuncisión tiene valor si observas la ley; pero si la quebrantas y no la cumples, vienes a ser como un incircunciso.” O sea, esa marca que tienes en la carne, esa señal del pacto, pierde su valor, queda sin valor si no vives conforme a las normas de ese pacto. Si no estás siendo consecuente con eso, porque si no estás viviendo conforme a las ordenanzas a lo que establece ese pacto, te estás comportando, estás siendo igual a uno que no tiene la marca, estás viviendo de igual manera. Te estás manejando no bajo el pacto, sino fuera del pacto. Entonces esa marca en la carne no te sirve de absolutamente nada. En otras palabras, estando circuncidado físicamente, te vuelves un incircunciso espiritual. Y sabemos que lo que Dios mira es el corazón, y eso es lo que más importa. A esta altura, Pablo les está diciendo que su circuncisión no vale de mucho si ellos no guardan las ordenanzas del pacto, no obedecen en amor a Dios. Ellos seguramente estaban sumamente incómodos y enojados. ¿Cómo, Pablo, vas a decir semejante locura? ¿Nosotros, que en realidad somos malditos, que nuestra circuncisión no vale de nada? ¿Sabes lo que te falta, Pablo? Te falta ahora, lo único que te falta es decir que, ya que dijiste que nosotros somos ahora los malditos, falta que digas que los malditos ahora son los buenos. O sea, eso nomás ya falta. Y de hecho, eso es lo que Pablo va a pasar a hacer en el siguiente versículo. Fijémonos en el 26 lo que él les dice: “Si, pues, el incircunciso guardare la ordenanza de la ley, no será tenida su incircuncisión como circuncisión.” Nueva Versión Internacional: “Por lo tanto, si los no judíos cumplen los requisitos de la ley, se les considerará como si estuvieran circuncidados.” O sea, hermanos, aquel que no lleva la marca, que no está circuncidado, que no tiene la marca del pacto, el incircunciso, si vive conforme a la ordenanza del pacto, si se maneja de esa forma, esto es, ama a Dios y lo honra a través de su ley, ¿no les parece lógico que esta persona que ama a Dios y lo honra a través de las ordenanzas de ese pacto sea contada entonces como un miembro del pacto, como un circuncidado? Eso es lo que dice Pablo. ¿No les parece lógico que sea contado como un miembro del pacto cuando él dice que no será tenida su incircuncisión como circuncisión? Y añaden el verso 27. Todos estos versos que parecen un trabalengua van y se dirigen exactamente a una sola verdad. Ahora vamos a verlo. Fíjense, dice él, continúa en el verso 27: “Y el que físicamente es incircunciso, pero guarda perfectamente la ley, te condenará a ti que con la letra de la ley, que teniendo la ley y que con la circuncisión, que teniendo también la circuncisión, eres transgresor de la ley.” O sea, la señal definitoria, la prueba concluyente de pertenecer a ese pacto no es la circuncisión ni la posesión de la ley. La prueba concluyente de pertenecer a ese pacto no es la circuncisión ni el tener la ley, sino que es la obediencia que tanto la circuncisión como la ley demandan. Es la obediencia. ¿Por qué? Porque la obediencia decanta de un corazón que ama a Dios y que busca honrarle. La circuncisión, mis hermanos, no modificaba ni cambiaba lo que la desobediencia de estos judíos demostraba. Esa circuncisión, el tener la ley, el hablar grandemente, el ser grandes teólogos, no los justificaba a ellos de lo que ellos demostraban con sus actos. Ellos, con sus actos, demostraban no estar bajo ese pacto que ellos profesaban o del cual se llenaban la boca hablando. En el verso 16 de este capítulo, Pablo había dicho que Dios juzga los secretos de los corazones de los hombres. Y, ¿creen ustedes, mis hermanos, que este Dios que mira el corazón de

los hombres se va a impresionar por meras formalidades externas para decir: “¡Wow, qué tremendo! Mirad todo lo que hace este muchacho, este merece el cielo!”? Aquel Dios que mira el corazón no se va a impresionar por lo que hacemos, sino por lo que pensamos y sentimos cuando hacemos lo que hacemos. No es solamente hacer; es que ese hacer sea el resultado de un corazón que, en primer lugar, busca honrar a Dios. Porque, mis hermanos, como ya lo he dicho en cientos de ocasiones, pero si tengo que repetirlo, lo voy a repetir de vuelta: uno puede exteriormente cumplir con un mandamiento, pero estar en realidad desobedeciendo al Señor. Yo puedo, y voy a hacer el ejemplo: alguno puede decir, “Gabi, cumple con el mandamiento de Dios de No robarás.” Pero si yo no robo, no teniendo en cuenta a Dios, robo para no irme a la cárcel, para que no se manche mi buena reputación, robo motivado solamente por mi egocentrismo, pensando en mi reputación, en mi propia gloria, buscando honrarme a mí mismo, yo no estoy cumpliendo con el mandamiento del Señor. Pero si yo no robo porque digo: “Dios prohíbe en su ley. Dios me dice que eso es malo, y yo amo al Señor y no quiero deshonrarlo, y tampoco quiero que los demás blasfemen su nombre, por eso yo no voy a robar,” eso es muy diferente.

Fíjense en lo importante que es el corazón a la hora de cumplir verdaderamente con el mandamiento. Este era el problema de los judíos (33:19): se llenaban de prácticas externas, como una forma de vestirse diferente, marcaban la piel, hacían grandes oraciones y sacrificios, pero su corazón estaba lejos de Dios. Ellos no buscaban honrarle a Él, sino que querían su propia gloria, que todos dijeran qué tremendo y especial eran. Al final, un gentil obediente, incluso sin circuncisión, es más aceptable ante Dios que un judío circuncidado desobediente (34:01). El comentarista Warren Wiersbe dice que, en realidad, el judío desobediente convierte su circuncisión en incircuncisión ante los ojos de Dios porque Dios mira el corazón.

Si estás pensando que la solución es simplemente cumplir con las ordenanzas del pacto, y que si cumples con la ley entonces serás merecedor del cielo, estás cayendo en el mismo error legalista que los judíos. Ellos confiaban en la ley, en sus esfuerzos y en los mandamientos. El punto aquí no es hacer por hacer, sino que ese hacer provenga de un corazón que ama a Dios y busca honrarlo. En Juan 14:15, el Señor Jesús dice: «Si ustedes me aman, guardad mis mandamientos.» Primero está el amor, y de ese amor resulta la obediencia al guardar los mandamientos. La fe y el amor preceden a la obediencia, que es el resultado de esos sentimientos internos. La obediencia no es un acto meramente externo, abstracto o mecánico, sino el resultado de nuestro ser interior, un corazón que busca agradar a Dios.

Los judíos hacían todas las cosas motivados por su amor propio y su ego: «Mi reputación, mi nombre, mi ganancia, mi cielo.» La pregunta es: ¿Cuál es nuestra motivación? ¿Por qué vinimos esta mañana a la casa del Señor? ¿Qué nos hizo hacer el esfuerzo en medio de este frío y clima tan hostil? ¿Qué te lleva a vencer la tentación cuando se ve tan deseable? ¿Es por miedo a lo que dirán los demás o por temor a perder tu familia, tu matrimonio o irte a la cárcel? Si tu motivación es evitar el castigo de Dios, estás cayendo en el mismo error que los judíos, que pensaban que podían usar sus obras como un escudo contra la ira de Dios.

La verdadera motivación debe ser el deseo de no ofender a Dios, de no manchar su nombre, de vivir como su hijo y evitar que otros blasfemen. No se trata de salvación por obediencia, sino de una obediencia que resulta de la salvación. Como Pablo dice a lo largo de la epístola a los romanos, se ataca tanto a los moralistas como a los antinomianistas. La fe es fundamental, pero la obediencia y las obras de la ley deben ser el resultado de esa fe. No es salvación por obediencia, sino una obediencia que surge de haber depositado la plena confianza en Cristo Jesús como nuestro único y suficiente Salvador.

En Romanos 2:28, Pablo concluye que «no es judío el que lo es exteriormente, ni la circuncisión es la que se hace exteriormente en la carne.» La verdadera religión no se trata de obras externas aisladas del corazón, sino de un corazón transformado por Dios. Dios mira el corazón en cada acto de caridad, en cada oración, en cada estudio de la palabra. No se trata de cómo masticas el pan en la Cena del Señor, sino de lo que realmente piensas y sientes cuando participas de ella. Es recordar que Cristo murió por ti en la cruz y pagó por todos tus pecados.

La verdadera religión tiene que ver con el corazón y el interior del hombre. La circuncisión del corazón a la que se refiere Pablo es una obra del Espíritu que capacita al hombre para amar y atesorar a Dios por sobre todas las cosas. Si no fuera por esta circuncisión del corazón, nadie estaría aquí, ni amaría a Dios ni trataría de honrarlo. Naturalmente, el ser humano aborrece a Dios. Pablo lo dice en Romanos 8:7: «Los designios de la carne son enemistad contra Dios.» Si Dios no hubiera venido en su misericordia para circuncidar nuestros corazones y permitirnos ver a Cristo, nunca habríamos venido a la fe ni nos habríamos arrepentido de nuestros pecados.

Esta circuncisión del corazón también se llama nuevo nacimiento, la operación del Espíritu Santo en el corazón del hombre. Un verdadero descendiente de Abraham, un verdadero miembro del pacto, no es quien tiene una circuncisión física o realiza muchos rituales externos, sino quien ha sido circuncidado primero en el corazón y luego vive para servir y honrar a Dios. El pacto que Dios hizo con Abraham siempre trató de la fe y del corazón. Abraham creyó, y eso le fue contado por justicia. La ley y la circuncisión vinieron después. La justificación de Abraham fue por la fe, no por las obras, para que todos, sin importar su raza o nacionalidad, pudieran unirse al pacto por medio de la fe, como Abraham.

En Romanos 4:9, Pablo dice: «¿Acaso se ha reservado esta dicha solo para los circuncidados? ¿Acaso no es también para los no judíos? Hemos dicho que a Abraham se le tomó en cuenta su fe como justicia. ¿Bajo qué circunstancia sucedió? Antes o después de ser circuncidado. Antes, no después. Es más, cuando todavía no estaba circuncidado, recibió la señal de la circuncisión como sello de la justicia que se le había tomado en cuenta por la fe. Por tanto, Abraham es padre de todos los que creen, aunque no hayan sido circuncidados, y a estos se les toma en cuenta su fe como justicia.» Abraham creyó en Dios y en su descendencia, que nos bendeciría y daría el perdón de nuestros pecados. Nosotros hoy creemos en ese descendiente de Abraham que ya vino y por medio del cual somos justificados.

En Gálatas 3:16, Pablo dice: «A Abraham fueron hechas las promesas y a su Simiente. No dice a las simientes, como si hablase de muchos, sino como de uno: a tu Simiente, la cual es Cristo.» Abraham creyó en Cristo, y nosotros hoy creemos en el Cristo que vino y nos hace benditos delante de Dios, pagando todos nuestros pecados y dándonos justicia. En 1 Corintios 1:30, Pablo dice que Cristo es para los que están en Él, sabiduría, justificación, santificación y redención.

En Colosenses 2:11-12, Pablo dice: «En Él también fuisteis circuncidados con circuncisión no hecha a mano, al echar de vosotros el cuerpo pecaminoso carnal en la circuncisión de Cristo, sepultados con Él en el bautismo, en el cual fuisteis también resucitados con Él mediante la fe en el poder de Dios que le levantó de los muertos.» La circuncisión de Cristo en el corazón libera a los creyentes del pecado. El bautismo es la señal exterior de esta circuncisión interior, mostrando que hemos pasado de la muerte a la vida.

La verdadera religión es vivir bajo el señorío de Cristo, honrando y obedeciendo a Dios con amor. Si estás preguntando cómo puedes circuncidar tu corazón, quiero decirte que no puedes hacerlo por ti mismo. Solo Dios puede hacerlo. En Jeremías 24:7, el Señor dice: «Y les daré corazón para que me conozcan, que yo soy Jehová, y me serán por pueblo, y yo les seré a ellos por Dios, porque se volverán a mí de todo corazón.» Lo que puedes hacer esta mañana es inclinar tu cabeza, reconocer que eres un pecador que ha desobedecido a Dios, y pedirle que tenga misericordia y te salve por medio de su hijo. Si entiendes estas dos verdades —que has pecado contra Dios y que Cristo puede librarte de este castigo—, todo lo que he dicho esta mañana habrá valido la pena. Ven a Cristo, reconócete pecador y pídele que te salve. Él te espera con los brazos abiertos.

Vamos a orar.

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